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martes, 17 de diciembre de 2013

Quo Vadis? de Enrique Sienkiewicz (Fragmento)


Como siempre yo buscándole el lado turbio a todo, esta vez me topé con una parte muy intensa del libro que ahora estoy leyendo: “Quo vadis?” que para simplificar y para que se contextualice un poco el fragmento, tiene que ver con la caída del imperio romano. Este fragmento de a continuación tiene que ver con esclavitud, de amor (o síndrome de Estocolmo, si prefieren) y latigazos, disfrútenlo xD más adelante subiré algo de información del libro con más profundidad.

        >> Petronio, que le tenía verdadero cariño a su sobrino y quería aliviar sus dolores, se puso a discurrir la mejor manera de conseguirlo.
            - Puede ser - dijo tras breve pausa - que no tengan ya para ti tus esclavas el atractivo de la novedad; pero éstas…
            Y se interrumpió para examinar atentamente a Iras y a Eunice. Luego le dio a la segunda un golpecito con la palma de la mano, y exclamó, dirigiéndose a Vinicio:
            - ¡Mira esta Gracia! No hace muchos días que Fonteyo Capiton, el joven, me ofreció por ella tres bellísimos efebos de Clazomene. Ni el propio Escopas ha esculpido figura más perfecta que la suya. La verdad es que no me explico por qué no me ha llamado la atención hasta ahora, como no sea porque Crisotemis absorbía mi pensamiento. Pues bien; te la regalo, es para ti.
            La rubio Eunice palideció al oír estas palabras, y clavando en Vinicio una mirada en la que se leía la ansiedad, aguardó su respuesta casi sin aliento. Pero la expectación fue corta, porque el joven, levantándose bruscamente y oprimiéndose la frente con las manos, como si agobiado por la fiebre no quisiera atender a razones, exclamó:
            - ¡No, no! ¡No la quiero! ¡Ni esa ni las otras! Te agradezco el regalo; pero no lo necesito. Buscaré a Ligia por todas partes. Di que me traigan un manto galo con capucha. Iré al Trastíber, aunque sólo consiga ver a Urso.
            Y se dispuso a salir.
            Petronio, persuadido de que era imposible detener al joven, no lo intentó siquiera, pero, suponiendo que su sobrino se negaba a aceptar la esclava que le ofrecía porque para él no había en el mundo más que una mujer, Ligia, creyendo que tal disposición de ánimo se modificaría con el tiempo, quiso llevar a vías de hecho el anunciado regalo y dijo a la rubia Eunice:
            - Báñate, úngete, vístete y márchate a la casa de Vinicio.
            La esclava se echó a sus plantas, y juntando las manos en actitud suplicante le pidió que no la alejara de su casa; no quería ir a la de Vinicio, prefería ser la última en casa de Petronio, aunque la destinaran al hypocaustum (estufa), a ser la primera en otra parte. No quería, no podría marcharse, y le suplicaba que tuviera piedad de ella, que la destinara a los servicios más humildes, que la mandara apalear diariamente…, pero que no la despidiera.
            Y temblando de temor y de emoción extendía las manos hacia Petronio, que la oía con asombro. Era caso tan inaudito en Roma el que un esclavo se atreviera a pedir la revocación de una orden, y que para colmo osara decir “no quiero y no puedo”, que el tribuno la escuchaba y no daba crédito a lo que oía. Por último, se dio cuenta y frunció el ceño. Era el poeta sobradamente culto y de gustos muy refinados, para conducirse cruelmente: sus esclavos gozaban de mucha más libertad que otros, especialmente en lo tocante a pasatiempos; pero con la condición de ejecutar el servicio cuidadosa y puntualmente y de acatar la voluntad de su amo como la de un dios. Si un esclavo infringía cualquiera de estas dos reglas, Petronio no podía prescindir de someterle al castigo a que se hubiera hecho acreedor, con arreglo a las prácticas establecidas. Y como, además, no toleraba la menor oposición ni la más leve contrariedad que viniera a perturbar su reposo, miró por un instante a la joven, que permanecía arrodillada, y dijo:
            - Llama a Tiresias y vuelve con él.
            Obedeció la esclava, llorosa y temblando, y a poco volvió acompañada del jefe del atrium, un cretense llamado Tiresias.
            - Llévate a Eunice - le dijo Petronio - y dale veinticinco azotes, cuidando de no estropearle la piel.
(…)
            Cuando se dirigía [Petronio], al triclino al pasar por delante de la entrada del corredor destinado a los siervos, vio a Eunice arrimada a la pared y con ella a otros esclavos. Olvidando,  sin duda, que fuera de la orden referente a los azotes no le había dado a Tiresias ninguna otra concerniente a la griega, tornó a fruncir  el ceño, buscó con la vista al mayordomo, y como le viera entre los sirvientes, preguntó a Eunice:
            - ¿Recibiste los veinticinco azotes?
            La rubia se postró de hinojos y respondió, como agradecida por el castigo que reemplazaba, a su entender, a la orden de llevarla a casa de Vinicio:
            - ¡Ah, sí, señor; me los han dado! ¡Ah, sí, Señor!
            Y su acento revelaba alegría y gratitud a un mismo tiempo.
            Petronio adivinó lo que pensaba la esclava y se admiró de su tenaz resistencia; pero harto conocedor del corazón humano, para él no podía pasar inadvertido que sólo el amor presta vehemencia y fuerzas para mantener sin debilidades semejantes resistencia. Fijo en esta idea, le preguntó:
            - ¿Amas a alguno en esta casa?
            - Sí, señor - contestó la esclava, tan quedo que apenas se la oyó y mirándole con los ojos preñados de lágrimas.
            Petronio la contemplaba: con los ojos empañados por el llanto, el dorado cabello echado hacia atrás, y el temor y la esperanza reflejados en su rostro, clavaba en él tan tierna mirada de súplica, que el Arbitro, siempre amante de la belleza y pronto a rendir homenaje a la hermosura, sintió cierta conmiseración por la joven, y acabó por preguntarle:
            - ¿A quién de éstos amas?
            E indicaba a sus servidores con un leve movimiento de cabeza.
            Eunice se inclinó hasta tocar con la frente los pies de su amo, y guardó silencio.
            Petronio miró entonces a los esclavos, entre los cuales había algunos muy hermosos; pero en sus rostros juveniles sólo pudo ver una extraña sonrisa. Lanzó otra mirada a Eunice, que permanecía arrodillada, y silencioso se fue al triclinio. <<

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