Había en Éfeso una matrona, con tal renombre de
castidad, que las mujeres de los alrededores iban a conocer, con curiosidad,
aquella maravilla. Se quedó viuda y no se conformó con las ordinarias
demostraciones del dolor, como él con la cabellera suelta detrás de la comitiva
fúnebre y arañarse el pecho delante de los circunstantes.
Quiso acompañar al
cadáver hasta la última mansión, guardando en la cripta en que, según la
costumbre griega, se le sepultó, y llorar noche y día junto a él. Tanta era su
aflicción tiene amigos ni parientes pudieron disuadirla. Quería morirse de
hambre. Los mismos magistrados tuvieron que retirarse después de hacer la
última tentativa para convencerla. Todo el mundo lloraba por muerta a una mujer
que tan raro ejemplo de fidelidad ofrecía, y llevaba cinco días sin probar
alimento. Una criada fiel acompañaba en su triste reclusión, mezclando su
llanto con el de su dueña, avivando la llama de la lámpara que sobre el féretro
ardía cada vez que parecía próxima a extinguirse. No se hablaba en la ciudad
más que de aquella sublime abnegación y todo el mundo la citaba como rarísimo
ejemplo de castidad y de amor conyugal.
Ocurrió al mismo tiempo que la justicia
mandó crucificar a varios ladrones muy cerca de la cripta donde la matrona
lloraba la reciente viudez. A la noche siguiente, el soldado que guardaba las
cruces para evitar que alguien desclavar el cuerpo de algunos ladrones con el
fin de darle sepultura, vio una luz que brillaba entre los sepulcros y oyó los
gemidos de la viuda.
La curiosidad innata en todos los hombres lo impulsó bajar
al subterráneo para averiguar lo que allí ocurría. En cuanto vio a una mujer de
tan soberana hermosura, se detuvo asombrado como si se encontrara delante de un
fantasma o de una aparición sobrenatural. Pronto salió de su terror al ver el
cadáver tendido encima de una piedra y a la mujer llorando y mostrando en el
arañando rostro los rastros de las uñas. Se dio al fin cuenta de que allí no
había más que una viuda inconsolable.
Comenzó por llevar a la tumba su frugal
cena, y exhortó a la hermosa exigida a que no se dejara dominar más tiempo por
un dolor inútil, por estériles llantos. “La muerte - le dijo - es el final de
cuanto existe: la tumba es el asilo de todos”. Agotó cuantos lugares comunes
suelen usarse con intento de curar las heridas del alma. Pero aquellos
consuelos que un desconocido le ofrecía irritaban aún más el pesar de la viuda,
que con mayor desesperación arañaba el seno y se mesaba la cabellera. No se dio el soldado por vencido e insistió en
ofrecerle de cenar. La criada, seducida indudablemente por el olor del vino, no
pudo resistir, por su parte, a tan cortés invitación, y extendió la mano hacia
los alimentos que le presentaban, y, en cuanto cobró algunas fuerzas, luchó
también contra la terquedad de la desconsolada.
Entonces, le reprochó: “¿De qué
te servirá dejar de morir de hambre, enterrarte viva, devolver a la de
eternidad un alma que aún puede disfrutar de la vida? ¿Qué gran favor le haces
al difunto con eso? Vuelve a la existencia; desengáñate de un error demasiado
extendido en nuestro sexo; goza mientras puedas la luz del sol. Este cadáver
basta para que comprendas cuán grato es el vivir. Da oídos a quien te excita
alimentar y a no dejarte morir”. Entonces, extenuada por la larga abstinencia,
la viuda se dejó vencer y comió y bebió con tanta ansia como antes la criada.
Es sabido que la satisfacción del apetito da
nacimiento a nuevos deseos. Animado por la primera victoria, el soldado empleó,
para triunfar de la virtud de la viuda, argumentos semejantes a los aducidos
para que comiera. El soldado era joven, ingenioso guapo, de todo lo cual se
hizo cargo la matrona, cuya criada, para hacérsele grata, no dejaba de
incitarla a dejarse vencer. Para abreviar: después de haberse rendido a las
solicitaciones del estómago, se rindió la viuda a las del corazón, y no sólo
aquella noche, sino los dos días siguientes se acostó con el soldado, no sin
cerrar cuidadosamente la entrada de la cripta, con lo cual todo amigo o
pariente que por allí hubiese pasado habría creído que la viuda fiel había
muerto de dolor junto al cuerpo de su marido.
El soldado, al cual tenían loco
de contento la belleza de su amada y lo misterioso de aquellos rumores,
compraba de día todo lo mejor es un recurso le permitían, y lo llevaba pos las
noches al subterráneo, pero, entre tanto, enterándose los parientes de uno de
los ajusticiados de que no estaba en su puesto el guardián, cogieron el cuerpo
y sepultaron. Figuraos el terror del pobre soldado, que no pensaba más que en el
placer, cuando al día siguiente vio una de las cruces sin cadáver. Despavorido
por el suplicio que le esperaba, fue a buscar a la viuda y le informó minuciosamente
de cuanto había ocurrido.
“No aguantaré a que e sentencien – exclamó -, y mi
propia espada, antes que el mandato del juez, castigará tal negligencia. Lo único
que te pido es que me concedas un asilo en esta tumba; coloca a tu amante junto
a tu esposo”. La mujer, compasiva y casta, dijo: “¡No permitan los dioses que
tenga que llorar tu muerte después de la suya! Más vale crucificar a un hombre
muerto que dejar perecer a un hombre lleno de vida”. E inmediatamente dispuso
sacar del féretro el cuerpo del difunto y ponerlo en la cruz vacante. Se
apresuró el soldado a seguir la ingeniosa indicación de aquella mujer
prudentísima. Y al día siguiente el pueblo admiraba el prodigio de que un
muerto hubiese vuelto espontáneamente al patíbulo.
1 comentario:
Excelente relato amigaa :D tus publicaciones son las mejores!!
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