Bueno, terminé siendo animadora de un evento veraniego de animé, videojuegos, cosplay, karaoke entre otras cosas. El evento duró dos días y desde las 9 de la mañana a las 9 de la noche no paré de hablar, gritar, reír y animar propiamente tal como animadora oficial de dicho evento, la pasé muy bien aunque terminé difónica, pero no importa xD vale la pena!
Ahí estoy camuflada de espalda en el escenario xDD
miércoles, 27 de febrero de 2013
miércoles, 13 de febrero de 2013
Piedra callada de Marta Brunet
Reseña:
A pesar de haber rechazado a su hija tras casarse sin
su consentimiento, una abuela hace lo que sea por sus nietos.
Cuando Esperanza dijo que quería casarse con Bernabé, la
madre, en respuesta, le dio una paliza, manera bastante simple, pero que ella
estimaba infalible, para quitarle la idea de la cabeza. La muchacha no dio un
grito y en cuanto pudo escapó a contarle a la patrona sus cuitas.
- ¡Hasta cuándo no me va'ejar casarme! Cada vez que tengo
un pretendiente me lo espanta. Al mocetón de los Machuca lo corretió a lo qu'es
piedra de honda. Y sin contar con las apaliaduras que me da. Hable su mercé con
ella y llámela a razón. Ando en los veinte años. ¿Es que me quere ejar pa'
vestir santos?
La patrona la miraba, vagamente reflexiva. No era extraño
que tuviera pretendientes, linda, bien enseñada, casi como una sirvientita
pueblerina, que siempre había vivido allegada a las casas, bajo su protección.
- Pero ¿qué te dice ella?
- Agora no me ijo na'. Me apalió no más. Pero otras veces
ice qu'ella no mi'ha criado como una flor pa' que me coma el más burro. Cosas
de veterana... Porque, al fin y al cabo, pue, patrona, yo no soy más que una
huasita pa' casarme con uno d'estos laos.
- ¿Y quién te pretende ahora?
Esperanza vaciló un segundo antes de responder:
- Bernabé, el de los Villares, el más guaina, el que
trabaja en el palo parao, en los cercos.
- Pero si es una bestia... - exclamó la patrona después
de una pausa para recordar al mozo.
- Yo lo quero harto... Claro qu'es así, medio lerdo, pero
güeno y trabajaor como ni'uno. D'esto puee dar fe cualesquiera en el fundo. Y
sin vicios. Arreglao pa' toas sus cosas. Es lerdo no más. Eso es too.
La patrona la miraba en suspenso, sin saber qué
resolución tomar, porque no era la primera vez que se le presentaba el caso,
que la muchacha venía a pedir auxilio para defenderse de la madre, que no
admitía más voluntad que la suya. Y no era posible que sistemáticamente se
opusiera a que Esperanza se casara. Celos de madre que no tenía sino esa hija,
viuda y bregando como una desesperada para criarla, ayudante del molinero al
morir el marido, que por años sirvió este puesto, y desempeñándose ella con tal
pericia que en verdad era quien dirigía los trabajos.
Ambición de madre que tal vez quería un hombre con
mayores posibilidades para marido de la muchacha y no aquellos cachazudos
peones que nunca serían otra cosa. Pero ¿dónde hallar ese marido? Su mundo,
lógicamente, tenía que ser aquel de campo entre montañas. Su destino, casarse
con un mocetón allí nacido. Tener un rancho propio. ¿Qué más? Sí, porque más
que eso, que los mocetones hijos de los inquilinos, no había en el fundo hombre
alguno soltero. ¿Dónde, entonces, encontrar un marido para Esperanza, que en
verdad era superior inmensamente a su medio?
Y cansada de haber cavilado tanto sobre un asunto que le
importaba un poco, no mucho, no estaba segura si mucho o poco, la patrona hizo
una pregunta que creyó definitiva:
- ¿Pero tú estás segura de querer a ese Bernabé?
Esperanza hizo el gesto clásico de arrollar y desarrollar
la punta del delantal y contestó sin ambages:
- Patrona, de toos es el que más hei querío. A los otros
los hei querío así no más. A éste lo quero harto. Es güeno y me quere harto
tamién. Claro qu'es lerdo... -concluyó con apuro, porque la patrona la miraba
sostenidamente, como si quisiera verle el fondo del alma. Y en realidad no la
miraba, entregada, como siempre, a sus propios vagos pensamientos.
- Bueno, bueno. Hablaré con tu madre.
- Claro que su mercé - y se puso muy zalamera y era así
un encanto, con los ojitos pequeños y muy rebrillosos, y con dos hoyuelos que
se le marcaban en las mejillas tan de melocotón pelusiento, y tan arremangada
la nariz, y por boca un mohín de niña que se sabe linda y especula con su
lindeza-- podía irle iciendo al patrón que nos diera rancho, porque así mi
mamita no hallaría tanto que icir y ya teniendo rancho seguro, a Bernabé no lo
miraría en menos naiden y es claro que too andaría al tiro mejor... Su mercé se
lo ice al patrón, ¿no?
- Sí, sí... Ya te conozco... Con lo buena que eres para
los arrumacos... Ándate tranquila...
Se quedó pensando, así, yendo de una a otra nebulosa de
ideas, que era su manera de pensar, que tal vez podía llevarse a Esperanza a la
ciudad como sirvienta, o mandarla a la escuela, o que ayudara a la enfermera
que cuidaba a su madre. Hizo un gesto con la mano, como si borrara algo frente
a los ojos. No, resultaba aquello mucha responsabilidad. Con lo linda que era
la muchacha... A lo mejor, en vez de casarla... --y de repente pensó en el
chofer, tan excelente hombre, que tenía su hermana, soltero, que podía
enamorarse de Esperanza y casarse con ella--; si, en vez de casarla, pasaba
cualquiera de esas cosas feas, que se cree que sólo existen en las novelas o en
los films y que de repente se hallan también en la vida... Y la madre, la vieja
Eufrasia, no iba nunca a dejarla irse, así fuera con ella. Y es claro que con
la vieja Eufrasia y con Esperanza no iba a cargar. Aunque a lo mejor la vieja
servía para lavandera o para hacer dulces o para abrir la verja cuando llegaban
los coches. Volvió a hacer el gesto de borrar algo ante los ojos, algo que
estaba allí sin forma. Y terminó por irse muy de prisa a su habitación, que de
pronto recordó que era la hora del episodio radial tan lleno de inesperados
acontecimientos.
Por cierto que olvidó hablar con Eufrasia. Pero Esperanza
vino a la tarde siguiente y no cejó hasta conseguir que llamara a la madre y
tuviera con ella una explicación. De la cual no se sacó nada, porque ese día la
patrona estaba más en las nubes que de costumbre, perdida en su limbo, y la
vieja quedó triunfante con sus respuestas y sus argumentos.
Era una vieja alta, huesuda, con el perfil corvino y una
boca fina, apretados los labios y el inferior sellando una voluntad que sabía
su meta, pero que sabía también llegar a ella por atajos, gateando, entre
largas esperas, si el camino derecho se ponía dificultoso de obstáculos.
De regreso al molino, sin mayores explicaciones, le dio
una paliza a Esperanza. Con lo que ésta entendió que tenía que buscar otro
apoyo si quería casarse con Bernabé.
Fue entonces a verse con el patrón, estampa de viejo
cuño, señor que parecía la réplica del abuelo que guerreara en la
Independencia. Le dijo Esperanza lo mismo que ya le había dicho a la patrona. E
inmediatamente el patrón hizo venir a Eufrasia. Diez minutos después salía del
escritorio una vieja asequible que se cruzaba con Bernabé --también mandado a
llamar por el patrón--, al que saludaba con frío comedimiento:
- Güenas tardes.
A lo que el hombre sólo atinó a contestar con un gruñido
ininteligible.
Adentro el patrón le dijo:
- Bien. La Eufrasia está conforme con que te cases con la
Esperanza. Eres serio y trabajador. Como el casado casa quiere, te voy a dar el
rancho de don Valladares en la laguna. Valladares quiere venirse para acá, para
estar cerca de la escuela y educar a su parvada de chiquillos, deseo que me
parece muy sensato. Te casas y te vas para arriba. El rancho es nuevo. Y allá
tienes trabajo para años, que todavía queda por cercar todo ese lado que linda
con las termas. Ya hablaré con el administrador sobre las condiciones en que te
irás. Y ahora a ser un hombre cabal y a portarse muy bien con la Esperanza.
Contestó Bernabé con otro gruñido ininteligible, dio dos
o tres vueltas a la chupalla entre sus manazas, agachó la cabeza y como
embistiendo se dirigió a la puerta. Parecía casi rectangular, con los hombros
horizontales y unos enormes pies cuyas puntas se volteaban hacia afuera,
colgantes los brazos y todo él anudado de fuertes músculos. Sobre ese cuerpo de
gigante, la cabeza pequeña, redonda, se alzaba sobre el cuello
desproporcionadamente delgado, con la nuez enorme y temblona. Una frente
estrecha, el pelo duro de escobillón, unos ojillos sesgados y apenas lucientes
bajo los pesados párpados cautelosos, una boca de labios gruesos, un cutis
lampiño y entre todo ese conjunto negativo en que el espíritu parecía no hallar
albergue, la inusitada belleza de unos albos dientes brillosos.
Al llegar al molino, Eufrasia dijo fría y firme a la
hija, que la esperaba recelosa y ansiosa:
- El patrón quere que te casís con Bernabé. Te podís
casar cuando se te antoje. Pero desde ese día no tenís más madre.
Fue un corto noviazgo entre los hoscos silencios de
Eufrasia, la cháchara de pájaro enloquecido de sol de la hija y el otro
silencio del hombre, presencia que enardecía en ira a aquélla y que para
Esperanza significaba dos oídos atentos a sus palabras, la aceptación de todos
sus propósitos, una defensa latente para - ¡al fin! - realizar su voluntad,
haciendo caso omiso de la madre.
Bernabé fue al rancho, ya desalojado por don Valladares.
Volvió diciendo, con sus pocas palabras tartajosas, que estaba muy bien, que no
necesitaba arreglo alguno, que el menaje que llevara a lomo de mula había
llegado "sanito".
Se casaron en el pequeño pueblo cercano, y ahí mismo
--tan sólo los habían acompañado los testigos y padrinos, que Eufrasia fue
terminante para decir que no quería festejos-- enrumbaron los recién casados
para el rancho, junto a la órbita azul de la laguna, entre las estribaciones de
la cordillera.
Eufrasia se hizo más dura, más recóndita, más ahincada en
su trabajo. Nada se sabía de la nueva pareja. La laguna quedaba en un extremo
del fundo. El camino era tan sólo transitable hasta cierta altura por
vehículos, y desde ese punto en que se entraba de lleno por desfiladeros entre
montañas vírgenes, había una huella para caballares, tortuosa, vadeando
torrenteras, yendo de uno a otro lado del río que lentamente cobraba caudal,
hasta llegar al fondo de aquel anfiteatro de picachos, arremansándose para
formar la tersa extensión de la laguna. De un lado la bordeaba la montaña,
espesa, caída hasta dentro del agua; del otro se abría un angosto valle, y
allí, en un altozano, estaba asentado el rancho, edificio de madera, chato,
rodeado de cobertizos y casillas. La laguna parecía ciega. Pero en un extremo
las montañas curvaban un recodo, se abrían estrechamente en un tajo y por ahí,
fragorosamente, entre líquenes y enredaderas, en un ambiente de verde humedad,
el agua se arrojaba precipicio abajo para, sobre el fondo de un nuevo cauce, seguir
su tumultuosa búsqueda del mar.
Del lejano rancho no podía nadie traer noticias. Eufrasia
parecía no aguardarlas. Nunca mentaba a la hija. Con un sordo rencor hacia
ella. Con un sordo resentimiento hacia los patrones, que le impusieran ese
matrimonio. Que fuera feliz o desgraciada le era igual. Se abroquelaba en esa
indiferencia.
- No me importa... No me importa na'... Que sufra si es
que tiene que sufrir... ¿Pa' qué se casó? Ella bien sabía lo que hacía...
Pero el "Que sufra..." era la repetida cantinela
de su corazón, ritmo de su sangre, rueda como la del molino, jamás detenida y
siempre moliendo renovado grano.
Ni siquiera tenía Bernabé necesidad de venir a las casas
para proveerse, porque en aquel fundo enorme, encomienda que fuera en tiempos
coloniales, había cinco mayordomías bajo el mandato de una administración
general y el hombre estaba ahora a las órdenes del mayordomo de la hijuela
Primera y allí debía llegarse para su abastecimiento y todo lo concerniente al
trabajo. Hacía un viaje cada tantos meses. Y una vez al año el mayordomo iba
hasta la laguna para echar una mirada a los cercos. De las venidas de Bernabé a
la hijuela Primera poco se sacaba, que el hombre seguía siendo callado y a las
preguntas contestaba con atropelladas palabras y no muchas. Era el mayordomo el
que traía noticias:
--¡Tá de canija la Esperanza! ¡Parece palo di'ajo! Con
tanto chiquillo, también, no es pa' menos. Y sin salir nunca del rancho.
Trabajaora, eso sí, lo mesmo qu'él. ¡Bestia igual no si'ha visto! Viera, vieja,
el muelle que si'ha hecho en la laguna y un bote de lo más encachado, y como
hay tanta pesca, se las arregla lo más bien pa' tener toos los días su caldillo
de trucha o de salmón. ¡Viera! Y el rancho lo más acomodao. Porqu'ella es tan
señorita, la Esperanza, da gusto. Si no estuviera tan flaca. La mocosa mayor es
igualita a ella, a la Esperanza: los mesmos ojos y lo mesmito e donosa...
La mujer del mayordomo, doña Cantalicia, inventaba viaje
a las casas, especialmente para contarle estas novedades a Eufrasia. Que
apretaba los labios, remarcando ese gesto que la semejaba a una máscara
voluntariosa; que endurecía el filo de la mandíbula, cerrando con el labio
inferior el otro desaparecido bajo su presión. Pero no hacía comentario alguno,
para grande enojo de doña Cantalicia.
"Porque hasta a las bestias les debe gustar saber de
sus crías...", se decía muy alborotada por dentro. Y se desquitaba en
interminables chácharas con el otro mujerío de las casas.
Eufrasia cumplió treinta años en el molino. ¡Treinta
años! Una vida. El patrón la llamó y con su manera recta y sin discusión, le
dijo que se la jubilaba con sueldo íntegro y que podía elegir entre seguir en
el molino, en el departamento que había ocupado siempre, pero sin intervención
alguna en el trabajo, o vivir en las propias casas de los patrones, en algunas
piezas que le destinaríany haciendo lo que quisiera. ¡Que bien ganado tenía el
derecho al descanso!
- No estoy cansá. No preciso descanso - protestó,
agregando en seguida, rápidamente--: Pero si su mercé ha dispuesto ya lo que
quere qui'haga..., no hay más que agachar la cabeza y decir amén...
- ¿Quiere quedarse en el molino?
- Pa' mí el molino es el trabajo. No tengo pa' qué
quearme allá si voy'estarme mano sobre mano.
- Hable entonces con mi mujer y arreglen el traslado. Hay
dos piezas en el último patio, que le serán cómodas.
- Gracias -dijo la vieja secamente, y obligándose a una
mayor amabilidad, añadió -.Muchas gracias por too.
Se instaló en esas dos piezas que le asignaban. Pasó días
de días hoscamente encerrada en ellas y en sí misma. Pero al cabo empezó a
abandonar su rincón y a tomar parte en las actividades de la enorme casa. Un
día, sin que nadie se lo pidiera, limpió, sin ayuda alguna y en la forma más
prolija, todos los vidrios de la galería. Otro se fue con un colchón a cuestas
hasta un extremo del patio y allí organizó un verdadero taller, escarmenando
lana, lavando telas, rellenando, cosiendo. Apenas daba término a una de estas
labores, oteaba por la casa y sus dependencias hasta dar con otra.
Los años no le desgastaban la energía. Esos mismos años
que en los demás habían ido acentuando características, y así la patrona, dulce
y distraída, exclamaba al verla trajinando, con un acento cantante como
ritornelo:
- ¡Qué perla es esta Eufrasia! ¡Qué perla es esta
Eufrasia!
De regreso de sus paseos a caballo, al caer la tarde, el
patrón solía encontrarla ayudando a rodear los chanchos o los terneros,
manejando la honda para avivar a los rezagados:
- ¡A ése, Eufrasia! ¡Buen tiro! - y con una de sus súbitas
sonrisas agregaba con la voz autoritaria que no resquebrajaba el tiempo -: Pero
no ponga piedras grandes, que de repente va a dejar rengo a un animal...
Un día llegó doña Cantalicia. Como siempre, con su
alforja de novedades.
- La Esperanza tá harto enferma. Tanto chiquillo y tanto
aborto, no es pa' menos, así ice mi viejo. Y Bernabé no quere saber na' de
llevarla pa'l pueblo pa' que la vea el doutor. ¡Tan bestia el pobre! Con razón
usté no fue gustaora d'este matrimonio. Pero el caso es que la Esperanza tá en
los puros güesos; a veces pasa días sin poder levantarse, y cuando se levanta,
anda a la pura rastra no más. Yo sé que a usted no le gusta na' que li'hablen
d'estas cosas, pero a mí se me le hace pecao no venir a icírselas.
- Gracias por lo comedía - contestó Eufrasia, y se volvió
de perfil, dando por terminada la conversación.
Aquello le hurgaba adentro como un cominillo:
"Enferma... En cama... A la rastra..." Pero se volvía furiosa consigo
misma y se imponía la vieja frase rencorosa: "¡Que sufra! ¡Que sepa lo
qu'es güeno!... ¡Que se friegue..." Pero la frase no podía tomar su
antiguo ritmo de estribillo, ahogada por las olas de inquietud, cada vez más
fuertemente repercutiendo en su interior, acantilado en tormenta.
Poco tiempo después la llamó el patrón.
- Mire, Eufrasia, me avisa el mayordomo de la hijuela
Primera que Bernabé pasó para el pueblo con la Esperanza enferma. Está en el
hospital. Los chiquillos quedaron solos en el rancho. Creo conveniente que se
vaya a cuidarlos.
- Yo no voy onde naiden me llama...
- Pero va donde la manda su patrón. - Se hallaron sus
ojos y la vieja al fin desvió los suyos, como siempre, ante esa voluntad de
hombre y de señor.
- Tá bien, patrón.
- Arregle sus cosas. Ya di orden para que mañana al alba
vaya un mozo a dejarla. Se van en cabriolé hasta la hijuela Primera, de ahí
siguen a caballo y llevan su equipaje en una mula. Vea allá cómo están las
cosas, quédese el tiempo que estime conveniente. Ya hablé por teléfono con el
mayordomo para decirle que advierta a Bernabé que usted estará cuidando a los
niños por orden mía.
- Gracias - pareció aliviada, como si las olas que
continuaban pegándole en el pecho se hubieran de pronto vuelto mansas. No habló
una palabra más.
El mozo que hizo con ella el camino la miraba de soslayo,
un poco incómodo con esa compañía silenciosa, admirado al propio tiempo por la
entereza de Eufrasia, que aguantaba barquinazos, polvo y viento, calor, sed y
fatiga, sin una protesta.
Doña Cantalicia tenía noticias nuevas.
- Mi viejo telefoneó pa'l hospital, por orden del patrón,
no se le imagine que por novedosear nosotros. Habló con la Madre Superiora, que
le'ijo, después de muchas demoras pa' consultar al doutor, que a la Esperanza
tenían que operarla del interior, usté sabe, y que icía el doutor que una vez
que la operaran tenía por lo menos pa' un mes de cama y que después d'ese mes
él vería si la ejaba o no irse pa'l rancho. Que no es bien grave lo que tiene,
pero qu'es grave.
La vieja apretó los labios, presentó el perfil por sobre
el cual sintió que pasaba un hálito de pozo, y no dijo nada.
No parecía haberle hecho mella el cansancio al llegar a
la laguna. Inmediatamente ordenó el revoltijo que era todo, sucio y
despatarrado. Empezando por Venancia y los cinco hermanitos. Que, llenos de
azoro, no sabían qué actitud tomar ante esa abuela que aparecía sin anuncio
previo y de cuya existencia tenían tan vagas noticias. Una abuela que los
miraba sostenidamente, que sobre la cabeza de cada cual fue poniendo, una mano
con gesto que no alcanzaba a ser una caricia, sino una especie de toma de
posesión, a la par que le preguntaba el nombre. En seguida examinó rancho y
dependencias y empezó a dar órdenes, a trabajar ella misma, con ese método que
obraba el milagro de la rapidez.
Antes de irse, al amanecer del otro día, el mozo vio un
rancho en perfecto aseo y unos chiquillos limpios y sumisos al mandar de la
abuela. Y llevaba una lista de cosas absolutamente necesarias, lista que
Eufrasia enviaba al patrón con una carta, pidiendo que se las comprara a su
propia cuenta y que por favor se las hiciera llegar en seguida. A más de otras
cosas de su propio menaje. Y el patrón entendió aquello e hizo que el mozo
volviera con una recua cargada. Así fue cómo los niños por primera vez vieron
una máquina de coser y cada cual durmió en su cama y tuvieron ropa a la que se
pudiera llamar tal y no andrajos.
Una semana después llegó Bernabé. Ya había digerido, pero
malamente, la noticia que le dieran en la hijuela Primera. Saludó con un
gruñido a la vieja. Que le contestó con otro similar. Y se quedaron mudos,
pensando el hombre que no le hablaría de la Esperanza si ella no le preguntaba,
empecinada la vieja en no preguntar nada si él no daba espontáneamente
noticias.
Fue Venancia la que intervino.
- ¿Tá mejor la mamita?
- Tá mejor, más aliviá - y no agregó otro detalle.
- ¿Se levanta ya?
- No..., y no más preduntas. Cébame un mate...
El hombre paseaba por el rancho una lenta mirada de
soslayo. Parecía aquello como cuando la Esperanza estaba sana, en un tiempo tan
lejano que no alcanzaba a precisarlo. Cuando recién se casaron. Por ahí... Y no
había tanto chiquillo. La verdad era que los chiquillos lo habían arruinado
todo. Porque la culpa de la enfermedad de la Esperanza la tenían los
chiquillos, tantos chiquillos. Parir y parir. ¡Pobrecita!... Y le temblequeó la
nuez en una súbita emoción. Lo que faltaba era que fuera a morirse no más.
Estaba tan flaquita, tan blanca, tan sin fuerzas cuando se despidió de ella. El
doctor le había dicho que volviera a verla pasado un mes. Bueno... Así era la
vida... Y la vieja ahora en el rancho. ¿Por qué el patrón se metía en cosas que
no le importaban? ¿Por qué había mandado a la vieja al rancho? Su rancho era
suyo. Faltaba más... Echó otra mirada en contorno, sostenida, deteniéndose en
cada cosa. Cuando llegó a la máquina, sin volverse, dijo despaciosa y
trabajosamente:
- Parece que se trajo toas sus pilchas. ¿Qué se le
imagina que va a vivir pa' siempre en el rancho?
- Mientras el patrón no mande otra cosa...
El hombre masculló algo y siguió mirando.
También era cierto que él, solo con la chiquillería y con
aquella Venancia que no sabía hacer nada, tan quedada para todo, tan sin
asunto...
Miraba ahora, ceñudo, el candil que la vieja encendía.
- No soy gustoso d'esos lujos - dijo atascado con las
palabras más que nunca, porque estaba furioso.
- Los pago yo - contestó la vieja firmemente.
Una semana después vino un recadero de la hijuela
Primera. Habían avisado del hospital que Esperanza estaba gravísima. Partieron
ambos, el recadero y Bernabé y días después regresaba el hombre, como si de
golpe la cabeza se le hubiera enterrado entre los hombros y los brazos
colgantes. Esperanza había muerto.
La vida giró por un tiempo en torno a la ausente. Se
hablaba de la "difunta", los niños tenían largas confidencias con la
abuela y hasta el hombre, alguna vez en que el recuerdo lo ahogaba, decía
algunas palabras en que volcaba su tristeza.
Pero en la abuela el reconstruir lo que había sido la
existencia de Esperanza en esos años, hecho a través de las historias
interminables de los niños, se convirtió en palos, virutas, estopas, montón al
cual ella sentía, con una especie de frío miedo, que en cualquier momento iba a
prender el fuego de su viejo rencor, que era ahora odio por el hombre.
Decía un niño:
- Allí, en la montaña, ebajo del roble con copigües,
enterraba el taita a las guagüitas.
O decía Venancia:
- Si se lo pasaba encima d'ella y despué era el
lamientarse porque s'embarazaba.
Y otro de los niños añadía:
- A veces ella lloraba harto y gritaba. ¿Te acordái?
- Y la vez que la Venancia jue y le gritó: "Ejela,
éjela, no ve que s'está muriendo".
- Y la tunda qu'él le dio.
- ¿A quién? --preguntó la abuela.
- A la Venancia, pus, por intrusa.
Eufrasia no hablaba de irse. Bernabé no decía que se
fuera. De las casas no había noticia alguna.
Empezó el invierno. Viento que bajaba de la cordillera,
afilado y silbante, cortando las hojas y burlándose de las desnudas ramas de
los árboles. No se oía el insistente barullo de las cachañas y tan sólo algún
lento pájaro de presa rayaba el cielo con la rúbrica amenazante de su vuelo.
Pájaros que no contaban con Eufrasia, su honda y su prodigiosa puntería que los
alcanzaba, y era entonces la algarada de los niños buscando el ave muerta por
valle y montaña.
Las nubes llegaban del norte, negras, grises, blancas; se
confundían, hacían y deshacían arquitecturas monstruosas, se iban. Pero a veces
se amalgamaban hasta formar una sola nube gris y baja, y entonces la lluvia
caía, persistente, interminable, desesperante. Aclaraba; apenas si había un
día, dos, tres a lo sumo, de bonanza, y de nuevo empezaba el juego del viento y
de las nubes, hasta que otra tormenta hacía desaparecer en los hilos de lluvia
la montaña y la laguna, aislando a la familia en el encierro del rancho, en
lentas, interminables horas, días, semanas, indistintos, abrumadores hasta la
atonía.
Para la abuela siempre había actividad. Quehaceres
domésticos. Costuras. Tejidos. Enseñar a los niños. El hombre se iba a uno de
los cobertizos y con el hacha en un constante revoleo brilloso, picaba leña
para el hogar, que debía mantenerse siempre encendido, evitando que el frío se
metiera en los huesos hasta entumecer. Pero todo trabajo cobraba mecanismo. Se
hacía sin gusto, sin disgusto también. Se hacía. Lo demás era el tozudo caer de
la lluvia, el grito del viento, el retumbo de un árbol derribado en la montaña.
Y esperar que la lluvia se hiciera menos agresiva, que la rastra del viento sur
se llevara los nubarrones.
La peor tempestad empezó dentro del rancho una tarde en
que la abuela dijo:
- Cuando usté se güelva'casar... - mirando al hombre bien
de frente.
Bernabé removió la cabeza, tortuosamente en los
movimientos y en las ideas.
- ¿Golverme a casar?
- Sí, es claro. Un viudo no sirve pa' na'. Usté es joven
entuavía. Un hombre con rancho tiene que tener mujer propia.
- ¡Je! --gruñó, quedándose perplejo.
- Ya le tendrá echao el ojo'alguna - continuó la abuela,
liando un cigarrillo.
- Las cosas...
Pero Eufrasia cometió la imprudencia de mostrar sus cartas.
- Por los chiquillos no s'aflija. Yo me los llevo pa' las
casas a toos, a la Venancia tamién, y usté quea librecito, mesmamente que si
juera soltero.
El hombre terminó despaciosamente de sorber el mate y se
lo entregó a Venancia, que, de pie, aguardaba inmóvil.
- Los chiquillos son míos y del rancho no se los lleva
naiden. ¡Faltaba más!...
- Pa' usté sería una ventaja...
- Ya le ije que los chiquillos no salen del rancho.
¿Entiende?
Eufrasia terminó despaciosamente de liar el cigarrillo,
agarró las tenazas y sacó un tizón del hogar, haciendo nacer una súbita
pirotecnia que iluminó sus facciones de tierra dura y resquebrajada, como de
secano.
- ¿Y usté se le imagina que va'hallar mujer que quera
enterrarse en estos andurriales, pa' hacerse cargo, más encima, de seis
chiquillos? Las cosas...
Por el pecho del hombre empezó a crecer la violencia,
como algo vivo que le anduviera en la sangre, que temblara en sus músculos, que
refulgiera en la mirada torva fija en el fuego.
- Y usté no es hombre pa' pasarse sin mujer. Lo que me
parece raro es qu'entuavía no haya salío a buscar alguna. Claro que otra como
la Esperanza no va'hallar...
La oía sin entender el sentido exacto de todas las
palabras, ensordecido por la violencia que ahora le golpeaba en el cerebro. De
repente sintió, sí, la necesidad de hacer algo: remecer el rancho hasta
destruirlo, agarrar a la vieja y echarla de cabeza a la laguna...
Bruscamente una de sus manos se extendió haciendo saltar
el mate que Venancia le ofrecía.
--¿Quere callarse? ¿Quere callarse su boca? ¿Quere no
meterse en lo que no l'importa?
Eufrasia se volvió de perfil, apoyó los codos sobre las
rodillas, juntó las manos dejándolas caer casi hasta tocar el suelo y se quedó
muda e inmovilizada, con el cigarrillo colgando en un ángulo de la boca,
adherido allí, y de pronto marcando la punta roja de su fuego.
El hombre movía la cabeza de uno a otro lado, mascullando
palabrotas, echando aviesas miradas de furor en contorno. Venancia recogió el
mate, rodado en un rincón, la bombilla en otro sitio. Pero ¿cómo recoger la
yerba desparramada? Se volvió a la abuela, que no le dio los ojos, aunque bien
sabía que la estaba mirando y que, desesperadamente, la consultaba: en una mano
el mate, en la otra la bombilla. Se volvió tímidamente al padre y al fin
preguntó:
- ¿Le cebo otro mate?
- No. Y naiden más toma mate esta noche. A la cama
toos...
Los cinco chiquillos que pelaban papas en el corredor, un
instante levantaron la cabeza y por la puerta atisbaron dentro, donde ya la
noche alquitranaba el cuarto y el fuego ponía la mancha de sus largas lenguas
humosas.
Uno le dio con el codo a otro y murmuró:
- ¡Tá p'apaliarlo!
- Cállate.
- Menos mal que l'agüela...
- Cállate...
El hombre gritó, como si la violencia lo anegara de nuevo
con su corrosivo veneno:
- A la cama hei dicho... ¿Que no entienden?
Los chiquillos entraron la batea con las papas peladas,
el balde con las papas sin pelar; amontonaron las cáscaras, guardaron los
cuchillos.
La abuela gritó sin enojo, sorprendiéndolos:
- Ya saben qui'hay que lavar los cuchillos. Condenaos
porfiaos...
Los cinco pares de ojos, azorados y tiernos, se volvieron
a mirarla. Sonrieron, sacaron los cuchillos, los lavaron y los guardaron de
nuevo.
- ¡A la cama! - insistió el hombre, obsesionado con su
idea -. ¡Qué más se demoran!
Entraron de soslayo, atropellándose, y desaparecieron por
la puerta que daba a la habitación en que estaban los pequeños catres de
campaña y en un rincón el otro más ancho en que dormía la abuela con Venancia.
El hombre se puso de pie y se llegó a la puerta de
entrada, cerrándola de un golpe que retembló en el rancho entero. Se volvió,
miró a la vieja, siempre inmóvil, y dijo, a empellones con las palabras:
- Ya una vez me salí con la mía. Y me casé con la
Esperanza... No se le imagine que agora se va a salir con la suya y se va a
llevar los chiquillos. Los chiquillos se quean en el rancho. La que sobra en el
rancho sos vos... Ya lo sabís... --y se volvió a la otra puerta, que marcaba su
dormitorio, donde, pomposamente, campeaba la marquesa, regalo de casamiento de
la patrona y orgullo del menaje.
La vieja no contestó ni hizo un movimiento. Roía su
rencor. ¡Se la había ganado una vez! Bueno: a ver quién ganaba ahora... Pero a
la par que tragaba esas migajas acres, estaba atenta a los ruidos que venían
del dormitorio. Cuando se hizo el silencio que justificaba tan sólo el crepitar
de la leña dentro del rancho y el insistente silbido del viento en el exterior,
Eufrasia se levantó pasito, cebó el mate, sacó pan y empezó a ir y a venir como
alimaña nocturna con elástica precisión, sirviendo a los niños, silenciosos y
encantados con la aventura.
La violencia ya no salió del pecho del hombre. Estaba
siempre allí, persistente. A veces, en medio de un trabajo, en ese revoleo del
hacha sobre su cabeza, la sentía tan viva que, desconcertado, con esa tarda
comprensión que era la suya, dejaba de lado la herramienta y se quedaba
mirándose las manos, porque allí, como en el pecho, sentía efectivamente que le
andaba algo, un hormigueo que lo impulsaba a empuñarlas y a pegar. Apenas
hablaba con los suyos. Uno que otro gruñido para dar una contestación. Una o
dos palabras para impartir una orden. Vivía reconcentrado. Odiaba a la vieja.
Odiaba a los hijos. Odiaba al patrón. Odiaba a la Esperanza, tan endeble, tan
poco hembra, incapaz de resistir un embarazo, incapaz de parir... Y que había
muerto dejándolo solo, con la chiquillería y con la vieja... Dejándolo solo,
sin mujer, que era lo principal, porque él necesitaba mujer, para eso era
hombre, para ayuntarse y tener hijos. Irse a morir la Esperanza... Y aquella
vieja que le quería quitar los chiquillos. ¿Por qué, si eran suyos? Intrusa...
Los chiquillos eran suyos, para que él hiciera con ellos lo que le diera la
gana. Todos. Los chiquillos y la Venancia. Para apalearlos si se le antojaba.
Para dejarlos sin comer. Iba a aprender la condenada vieja aquella...
Se le hizo costumbre pegar a los niños. Por cualquier
cosa. Por nada. Tremendas palizas con sus manazas como martillos. La vieja al
principio no quiso intervenir. Cuando lo hizo, el hombre la miró enfurecido y
le gritó:
- Acuérdese cuando le pegaba a la Esperanza...
- Ojalá que la hubiera matao entonces. No hubiera vivío
la vía e perros que vos le diste, bandío...
El hombre avanzó hacia ella amenazante. Pero la vieja se
irguió con los ojos tan llenos de llamas de odio, tan dura la boca, tan
tremendamente iracunda, que el hombre dejó a medio hacer el gesto.
- Anímate a tocarme y verís lo que te pasa...
No sabía qué podía pasarle al hombre, capaz de
aniquilarla sin otra ayuda que sus poderosas manos. No sabía el hombre qué
podía hacerle de dañino la vieja. Pero el caso es que repentinamente agachó la
cabeza, se volvió con los brazos colgantes y abandonó el rancho.
Había ganado esta vez. No sabía Eufrasia en gracia de
qué. Pero ¿y otras veces?
Afuera seguía la lluvia, con las bonanzas más largas y
más seguidas. El viento era siempre el mismo, duro y tajante. A veces parecía
acallarse, adormecerse en una inesperada tibieza, en una especie de momentáneo
relente de claras nubes. Una mañana amaneció el cielo limpio y el sol hizo
brillar en quebradizos cristales, en repentinas irisaciones, todo el hielo que
el frío escarchara con la complicidad de la noche.
Los niños corrían enloquecidos por la blanca superficie
resbaladiza. Venancia se estiraba como un gato, con los ojos cerrados, dejando
que el sol le recorriera la cara en escorzo. Eufrasia trajinaba presta y
silenciosa. Bernabé estaba lejos, revisando el embarcadero, el puente tendido
sobre el tajo y que unía las dos laderas de la montaña por sobre el fragor de
las aguas, los cercos de palo parado, troncos de árboles fraccionados y
enterrados uno junto a otro, en interminables filas para demarcar potreros.
Volvió el hombre a media tarde, malhumorado y por
excepción comunicativo.
- Del muelle han queao tan sólo unas estacas. Hay
qui'hacerlo too de nuevo. Menos mal que las cercas y el puente no han sufrío
mucho. Hay trabajo pa' rato con el muelle...
Uno de los chiquillos dijo:
- ¿Me lleva mañana pa' la montaña pa' que li'ayude,
taita?
- Y a nosotros tamién..., por favorcito... - dijeron los
demás a coro y en el mayor alborozo.
Eufrasia, sentada en su habitual sitio junto al fuego,
silenciosa y de perfil, apretó los labios, marcando la arista de su disgusto.
- A mí tamién, taitita... - agregó Venancia, acercándose
al hombre, zalamera, risueña porque los hoyuelos estaban siempre allí, en las
mejillas marcándose, risueña aunque la risa no se dibujara en la boca. Y le
rebrillaban los pequeños ojitos perdidos entre la franja negra de las pestañas,
largas y arqueadas. Igual a la madre.
- Esperanza... - murmuró el hombre, y se la quedó mirando
con la boca abierta y temblorosa la nuez--. Esperanza..., por Diosito que se le
parece, da susto... --añadió como hablando para sí mismo.
La vieja, siempre de perfil, lo espiaba de reojo.
Los chiquillos y Venancia gritaron a coro:
--Nos lleva..., nos lleva...
El hombre parecía seguir algo que ocurría en su interior.
Se miró las manos, donde empezaba a hurgarle la violencia. Las empuñó. Y de
repente se echó sobre los chiquillos, espantándolos a golpes que caían
indistintamente sobre cualquiera de ellos. Sobre Venancia. La niña empezó a
sangrar por la nariz, llorando a gritos. Y no atinó a huir como los otros.
- ¡Válgame Dios! - dijo la abuela, y se alzó a
auxiliarla.
Pero el hombre se había quedado de nuevo mirándose las
manos, y, también de súbito, sintió que en el pecho algo se deshacía en una
tibia avalancha, como si llorase por dentro. Igual que una marejada caliente. Y
se acercó a Venancia, casi al mismo tiempo que la abuela.
- Bestia..., déjala... Un día vai a salir acriminándote
con uno de tus hijos...
El hombre se revolvió, porque la violencia regresaba y le
corría por los músculos, anidándosele allí, junto a la garganta, y que le
hormigueaba en las manos. Gritó:
- Pa' eso es m'hija... Pa' hacer con ella lo que se me le
ocurra... Con ella, con los chiquillos y con vos tamién. --Esta vez alcanzó a
darle un puñetazo, pero no más, porque la vieja, prodigiosamente ágil, más
rápida de pensamiento que él, se esquivó en seguida y salió del rancho.
Se fue al cobertizo del horno y allí se acurrucó, dura,
con la cabeza ladeada, de perfil, ardida la mejilla donde recibiera el golpe.
Pero más le ardía la ira por dentro. Los palos, las estopas, los leños
acumulados. Ya no eran un peso, sino una llamarada. ¿Qué estaría haciendo en el
rancho la Venancia? ¿Le estaría pegando el muy criminal? No, porque no se oían
gritos y ella podía separar ruidos, clasificarlos, labor necesaria a su trabajo
de antes en el molino, que con sentir su jadeo sabía si andaba bien, si andaba
mal y dónde entonces ubicar la falla. Los chiquillos estaban lejos, jugando en
la ladera, olvidados de los golpes. A la niña le sangraba la nariz. Pero ¿qué
estaba haciendo allí, sangrando? La chiquilla, que se parecía tanto a la
Esperanza, ¿no? Bueno. Pero ¿por qué no salía a juntarse con ella? ¿Qué hacer?
Bruscamente se decidió. Volvió al rancho.
La chiquilla se restregaba la nariz con un trapo. Bernabé
estaba derrengado en una silla, lelo, y más que nunca le temblaba la nuez. No
pareció darse cuenta de la presencia de Eufrasia.
De frente, si era posible. Si no, por caminos tortuosos,
gateando. Una vez había perdido, sí. Pero esta vez ganaría. De frente era irse
a las casas y contarle al patrón lo que pasaba en el rancho. Y que él
interviniera, le quitara los chiquillos al hombre y se los diera a ella. No
necesitaba más piezas, que aquellas dos en el patio del fondo eran harto
grandes y podían todos acomodarse perfectamente. Era la única salvación.
El tiempo se iba lentamente afirmando en la bonanza, las
aguas también lentamente bajaban y en dos semanas más sería posible irse hasta
la hijuela Primera. ¡Claro que el hombre no iba a querer acompañarla, y ese
camino era tan malo! Aunque las bestias saben mejor que nadie buscar la huella.
Se iría. Era lo mejor. Pero resultaba tremendo dejar a los chiquillos solos.
¡Si se pudiera ir a escondidas con la Venancia! Imposible. La Venancia, tan
lerda, tan arrevesada y que ahora le tenía un terror pánico al padre, después
que le pegara... ¿Y si ella se iba sola y pasaba algo en el rancho? Pero ¿qué
iba a pasar, qué? Nada..., y se encogía de hombros. Algo pavoroso, obscuro y
latente la inmovilizaba allí. No sabía qué. Miedo a algo impreciso. Un
irrazonado miedo.
En la siguiente trifulca, otra tarde en que Bernabé les
pegó a todos, incluso a ella, sin motivo aparente, sino por satisfacer el
hombre aquello que le hurgaba en las manos y que a veces le hacía doler los
ijares, Eufrasia le gritó a tiempo de huir:
- Ya arreglarís cuentas con el patrón...
Y se quedó petrificada al oírlo contestar, mordiendo y
ahogándose con las palabras, las manazas colgantes y los ojos perdidos en la
carnosidad de los párpados:
- El patrón... Cuando me vea... Con agarrar a los
chiquillos y mandarme muar pa' otro lado. El patrón... Tanto cuco con el
patrón... Que se meta en sus cosas el patrón.
Se había hecho costumbre en Eufrasia, ahora que el tiempo
estaba despejado, irse a sentar bajo el cobertizo del horno. Llevaba una
banqueta, la costura o el tejido, y allí se estaba las horas, solitaria, en
espera de que regresaran el hombre y los niños, porque también en él se había
hecho costumbre llevárselos para el trabajo desde el alba. Lo que a los
chiquillos llenaba de holgorio, olvidados de los golpes y de las palabrotas en
cuanto se trataba de irse por la laguna para atravesar a la montaña frontera o
quedarse esperando que picara el salmón o ayudando al padre en la tarea de
elegir los árboles que habría de derribar para fraccionarlos y hacer después
con ellos los cercos, o si no en aquella otra aventura, maravillosa, que
consistía en atravesar haciendo equilibrios el puente tendido sobre el tajo, pasarela
primitiva y peligrosa.
Regresaban hambrientos y cansados. Eufrasia tenía lista
la comida, que servía Venancia desmañadamente, y luego el hombre daba orden de
acostarse. Y estaban los chiquillos tan rendidos, tan absolutamente rendidos
con la caminata, el aire y el sol, tan ahítos de comida, que caían como piedras
al fondo del sueño, sin que la abuela pudiera obtener de ellos la más mínima
información de lo que habían hecho en el día.
Otra vez ganaba el hombre... Y ella allí, como una buena
tonta, trabajando el día entero para que "su mercé" hallara el pan
dorado, el sabroso caldillo, las papas asadas y el agua hirviendo para cebar el
mate. Y la ropa limpia y el rancho como una plata... Tonta...
Empezó a merodear por los contornos. Hacía sigilosos
viajes por el sendero hasta enfrentar el puente sobre el tajo. Se perdía en la
maraña de los árboles, de los arbustos y enredaderas, apareciendo súbitamente
frente al rancho, buscando rectas entre el puente y su sitio habitual, bajo el
cobertizo del horno. Desahogaba su mal humor en los pájaros, hasta los más
chiquitos, tocados siempre por la piedra de su honda. Merodeos sin testigos,
porque aguardaba siempre para realizarlos que el eco no le trajera seña alguna
de la presencia de los otros, lejanos por las montañas.
Volvían del bosque de araucarias. En la mañana había el
hombre dejado tendida la red y estaban los chiquillos impacientes por ver la
pesca. Venancia se había hecho una corona de pequeñas hojas y venía delante.
Atravesó la primera el puente, como si los pies descalzos adhirieran al tronco
rugoso, firme y segura. Pasó un chiquillo, silbando, sin darle importancia al
abismo que estaba abajo, profundo, verde, tonante. Los demás niños venían con
el hombre, que cargaba el hacha. Pareció que iba a pasar primero. Pero les
cedió el paso a los hijos, que atravesaron, uniéndose a los demás y echando a
correr en dirección al embarcadero y a ver la red.
El hombre puso el pie en el puente. Como los chiquillos,
parecía adherido a la piel del árbol. Pero en la mitad, de súbito vaciló,
herido por la piedra en la frente; vaciló, osciló y desapareció entre las
paredes del tajo, sumido en lo húmedo, en lo fragoroso.
Los niños lo esperaron en el embarcadero.
- Si'habrá ido derecho pa'l rancho - dijo uno.
- ¿Veímos la red? - propuso el otro.
- La veímos no más --dijo Venancia -, y si s'enoja, que
s'enoje...
Trajinaron un rato. Sacaron el pescado. Lo pasaron por
largas ramas de plantas acuáticas para formar sartas. Y echaron a andar camino
el rancho con su carga.
La abuela los aguardaba sosegadamente bajo el cobertizo
del horno, con las manos cruzadas sobre la costura.
- Mire, agüela, truchas y un salmón chico.
- ¿Y el taita? --preguntó uno de los chiquillos.
- Aquí no ha llegao --dijo la abuela, y se volvió de
perfil.
- ¡Bah! Se li'habrá olvidao algo y volvió pa' la montaña.
- ¿Por qué no lo van a catear? Es harto tarde y vendrá
con hambre.
Regresaron al rato. El padre no estaba. ¿Qué hacían? ¿Lo
iban a buscar al otro lado del puente?
- No - dijo la abuela -. Se hizo noche ya. Dentren a
comer. Ya llegará...
Comieron y esta vez fue la abuela quien en seguida dio
orden de que se acostaran. Se caían de cansancio. Se caían de cansancio medio a
medio del sueño.
La abuela se quedó un largo rato en su otro sitio
habitual, en el de las tremendas noches invernales, cercana al fuego, volteada
la cabeza sobre un hombro, garduña en acecho, con el perfil fijo en la
penumbra, en la mano el cigarrillo, despaciosamente liado, despaciosamente
encendido y que, de rato en rato, marcaba un punto rojo. De pronto se volvió a
la puerta que daba a la habitación del hombre.
- Agora gané yo..., y pa' siempre... ¡Je! - lo dijo,
creyó decirlo, pero de la boca cerrada, como trancada por el labio inferior, no
se movió un músculo ni salió un sonido.
Entonces se alzó a cerrar la puerta de entrada. Pero no
la cerró, la dejó abierta. Abierta, porque para los otros el hombre todavía
podía volver.
Doña Santitos, cuento de Marta Brunet
Marta Brunet (1807 - 1967) es una escritora chilena pa variar poco conocida en su propio país aunque ganó el premio nacional de literatura en vida. Junto con Bombal son las primeras mujeres en reflejar en su literatura su naturaleza de mujer. Marta Brunet, a mí parecer, también refleja lo tradicional (campesino si se quiere ver) en sus cuentos (a diferencia de Bombal que toma temas más psicológicos o emocionales acordes a la mujer), un ejemplo de esto es el cuento a continuación:
Reseña:
El secreto para ser feliz, según una vieja que tiene de novio a un jovencito, se puede considerar buena fuente.
Tenía la cara rugosa, pequeñita, y el cuerpo endeble, de garfio tembloroso. Un pañuelo negro atado a la cabeza le ocultaba el pelo, formando visera a los ojos grandes, cuencos de agua clara inexpresiva. Por la hendidura de la boca asomaba un diente, un diente único, largo, torcido, amarillo de soledad. La nariz bajaba en busca del mentón. Arrebozada en un chal obscuro, iba delante de ella, tanteando, un bastoncillo de quila.
Había oído decir que era vecina nuestra, dueña de un terrenito en Coínco. Se llamaba Santos Poblete, pero todos, cariñosamente, le decían doña Santitos.
Llegó en un carretón de familia tirado por bueyes, uno de esos carretones que fueran el orgullo de nuestros abuelos. Era una especie de casita con su puerta trasera y dos ventanas laterales, con cortinillas de percala a pintas, todo ello verde rabioso y empingorotado sobre ruedas enormes y chirriantes. La acompañaba, picana al hombro, un muchacho. Su hijo, tal vez.
Venía a verme porque le diera un remedio, atraída por mi fama de curandera. Luego de mucho pedir disculpas y saludar y tornar a las disculpas y a los saludos nuevamente, me explicó su mal.
- Es un gurto que se me le pone por aquí, por el costao, y lueguito se me le corre pa' l'espalda y end'ehi me agarra l'estomo y después se me le fija en el corazón. Y casi mi'ahogo, iñorita. Ya hacen como cinco años qu'estoy sufriendo d'este mal. Hey tomao cuanto remedio se pue su mercé figurar. Me han visto toas las meicas conocías de por aquí y hasta los doutores de Curacautín y de Victoria. Ninguno ha podío aliviarme ni así tantito. Ya tenía perdías las esperanzas, cuando m'ijeron que su mercé era tan güena curandera; se lo ijeron a Saldaña, onde Juana Campos, la que su mercé mejoró de la fiebre, y tamién onde Rosamel Pérez. Y entonces Saldaña mi'animó pa' que viniera a molestar a su mercé... ¡Ay! ¡Este gurto me v'acabar con la vía!
La miraba perpleja, porque el "gurto viajero" no estaba en el catálogo de las enfermedades que conocía. Pero no arredré. Le hice un examen prolijo, matizado con preguntas vagas. Y acabé por diagnosticar, muy seria:
- Lo que usted tiene es "gurtitis", una enfermedad muy rara, pero fácil de mejorar. Espérese que vuelva con el remedio.
Fui al comedor, hice unas bolitas de miga de pan muy bien amasadas, las puse en una caja, les eché encima canela en polvo y volví al escritorio donde la vieja me esperaba pacientemente, dando suspiros y ayes.
-Aquí tiene, doña Santitos; son unas pastillas especiales para su enfermedad. Tiene que tomarse dos todas las mañanas, con un vaso de leche, vuelta para el lado sur, y rezar después tres avemarías. Verá cómo mejora. Pero no vaya a olvidarse de estar de cara al sur y de rezar, porque entonces el remedio no le haría efecto.
Me miraba, asintiendo a cabezadas, con los ojos ilusionados, temblando de ansia las manos sarmentosas al coger la caja. Me dio las gracias. Repitió las disculpas. Volvió a decirme cómo Saldaña tenía fe ciega en mi poder curativo. Me contó nuevamente el itinerario del bulto, con estaciones y paradas. Di otra vez mi diagnóstico y repetí mis instrucciones. Las repitió ella para bien aprenderlas y al fin se marchó, con el bastón buscando el camino donde la esperaban la carreta y el muchacho, contenta, mostrando el diente único, badajo de su sonrisa.
- Las leseras que inventas... - me reprocharon en casa.
- ¡Bah! - contesté - Bien puede que mejore.
Y no hubo más comentarios y me olvidé de doña Santitos.
A la semana apareció otra vez en su vehículo colonial, transfigurada, con un rebozo a grandes cuadros, un pañuelo rojo en la cabeza, la sonrisa tajeándole la cara y los ojos en baile de gozo. Detrás venía el muchacho con un canasto con verduras, un pato y un ramo de cóguiles.
Había mejorado y aquello era su presente de gratitud.
Me quedé estupefacta. La vieja hablaba manoteando. Me hacía sopesar el pato, estimar las hojas prietas de un repollo, admirar los granos del maíz, oliscar los cóguiles que reventaban de maduros. Hablaba, hablaba, hablaba. De ella, de mí, de Saldaña, de su alivio, de mi saber, de su alegría, de mi bondad, de su agradecimiento, de Saldaña.
¿Quién sería Saldaña?
Era una taravilla. Pregunté, interrumpiéndola:
- ¿Pero ya no siente el bulto?
- No, iñorita. Es como si me l'hubieran quitao con la mano. Y hay que ver los años que llevaba fregándome, con permiso de su mercé y disculpas por la palabra. ¿No es cierto, Saldaña?
El muchacho dio un gruñido que bien podía ser sí o no. Parecía un perrazo nuevo, grande, desmañado, con una cabeza enorme y ojos buenos de lealtad y cariño.
- ¿Saldaña es su hijo?
- M'hijo... ¡Bah, iñorita! Las cosas... Saldaña es mi marío.
Abrí los ojos abismados. Pero...
- Sí - prosiguió la vieja -, es mi marío, es decir, casaos no estamos, ni falta qui'hace. Vivimos así no más, ya van pa' los tres años. Es sobrino de uno de mis finaos, del tercero, porque con Saldaña hey tenío cuatro maríos; es sobrino y muy güeno; de los cuatro es el que mi'ha salío mejor.
El muchacho la miraba sonriendo, sin nada en la expresión que no fuera cariño. Y la vieja --más y más locuazmente confiada-- siguió diciéndome en voz baja:
- Güeno, con el primero me casé por too lo que hay que casarse, y viera cómo me salió el condenao... Estaba seguro de qu'hiciera lo qu'hiciera, siempre sería mi marío, amparao por la ley y por l'iglesia. Su mercé sabrá que tengo una hijuelita que vale sus pesos. Por na no la embargaron pa' pagar lo que debía. Me abandonaba. Se iba pa'l pueblo a remoler. Se curaba. Me trataba pior que a perro. Hasta que al cabo se murió. Entonces jui yo y me'ije: "No, pues, Santos, no habís de ser más lesa. No te volvai a casar. Si querís otro hombre, vivís así no más con él. Hombre necesitas, pa' que cuide l'hijuela más que no sea, pero tenelo así, con el interés de ser agradoso pa' gozar de tu bienestar y con el susto de que como no es tu marío, el día que te canse lo echái puerta ajuera". Y así lo hice. Viví con otro que era bastante güeno, pero no tanto como Saldaña. A los cuantos años se enredó con una china de Quilquilco. Yo lo supe y l'ije que enredos no, y que se juera. Se jué. No supe más d'él. Después viví con don Saldaña, un poco porfiao y otro poco aficionao al trago. Pero en fin: trabajador y honrao. Murió de una lipidia. Lástima que l'iñorita no l'hubiera visto pa' que me l'hubiera mejorao. Pero más vale que no, porque así di con Saldaña, éste de agora, qu'es tan güenazo, tan trabajaor, y que me aprecea tanto. ¡Je!
- ¿Y no tiene miedo de que, siendo como es mucho más joven que usted, se le enrede por ahí con alguna chiquilla?
- ¡Je! Pior pa'él. Si s'enreda con alguna lo echo. Pior pa'él, güelvo a repetirlo, ya que con naiden tendrá la vía más descansá que conmigo.
- Pero entonces quiere decir que si vive con usted es sólo por interés.
- Y yo lo tengo tamién por el interés de que me cuide l'hijuela y me cuide a mí. Estamos pagaos.
- ¿Y usted qué dice, Saldaña?
- ¿Yo? - y dio otro gruñido de perro, ininteligible.
- Mire, iñorita... - Se interrumpió doña Santitos para decir al muchacho -: Saldaña, anda esperarme en la reja--y luego continuó diciéndome misteriosamente -: Favor por favor: su mercé me mejoró de mi gurto. Yo le voy a dar a su mercé el secreto pa' ser feliz. Es mi verdá aprendía en tantos años de tantas euperiencias. A los hombres, pa' tenerlos seguros, hay qui'agarrarlos por el mieo a encontrarse cualquier día sin mujer. No hay que icirles nunca sí ni no. Hay que icirles siempre quizá. Créame, iñorita: la mujer que no tiene al hombre sobresaltao'e recelos, está perdía. Créame, se lo igo yo, que por decir una vez sí estuve cinco años penando, y por decir quizá hey pasao el resto de mi vía muy contenta.
Seguía mirándola abismada. Debía de hacer una figura tontamente ridícula, con un pato que aleteaba en una mano, un ramo de cóguiles en la otra, las verduras en ringla a los pies.
Pero la vieja había terminado sus confidencias y me hablaba otra vez de su enfermedad, de su mejoría; me daba las gracias manoteando, se despedía y al fin se marchaba. El muchacho se le juntó en la reja del parque y siguieron hasta la carreta: adelante ella, con el bastoncito tembloroso que parecía decir: quizá; atrás, él, sumisamente, en la duda.
Reseña:
El secreto para ser feliz, según una vieja que tiene de novio a un jovencito, se puede considerar buena fuente.
Tenía la cara rugosa, pequeñita, y el cuerpo endeble, de garfio tembloroso. Un pañuelo negro atado a la cabeza le ocultaba el pelo, formando visera a los ojos grandes, cuencos de agua clara inexpresiva. Por la hendidura de la boca asomaba un diente, un diente único, largo, torcido, amarillo de soledad. La nariz bajaba en busca del mentón. Arrebozada en un chal obscuro, iba delante de ella, tanteando, un bastoncillo de quila.
Había oído decir que era vecina nuestra, dueña de un terrenito en Coínco. Se llamaba Santos Poblete, pero todos, cariñosamente, le decían doña Santitos.
Llegó en un carretón de familia tirado por bueyes, uno de esos carretones que fueran el orgullo de nuestros abuelos. Era una especie de casita con su puerta trasera y dos ventanas laterales, con cortinillas de percala a pintas, todo ello verde rabioso y empingorotado sobre ruedas enormes y chirriantes. La acompañaba, picana al hombro, un muchacho. Su hijo, tal vez.
Venía a verme porque le diera un remedio, atraída por mi fama de curandera. Luego de mucho pedir disculpas y saludar y tornar a las disculpas y a los saludos nuevamente, me explicó su mal.
- Es un gurto que se me le pone por aquí, por el costao, y lueguito se me le corre pa' l'espalda y end'ehi me agarra l'estomo y después se me le fija en el corazón. Y casi mi'ahogo, iñorita. Ya hacen como cinco años qu'estoy sufriendo d'este mal. Hey tomao cuanto remedio se pue su mercé figurar. Me han visto toas las meicas conocías de por aquí y hasta los doutores de Curacautín y de Victoria. Ninguno ha podío aliviarme ni así tantito. Ya tenía perdías las esperanzas, cuando m'ijeron que su mercé era tan güena curandera; se lo ijeron a Saldaña, onde Juana Campos, la que su mercé mejoró de la fiebre, y tamién onde Rosamel Pérez. Y entonces Saldaña mi'animó pa' que viniera a molestar a su mercé... ¡Ay! ¡Este gurto me v'acabar con la vía!
La miraba perpleja, porque el "gurto viajero" no estaba en el catálogo de las enfermedades que conocía. Pero no arredré. Le hice un examen prolijo, matizado con preguntas vagas. Y acabé por diagnosticar, muy seria:
- Lo que usted tiene es "gurtitis", una enfermedad muy rara, pero fácil de mejorar. Espérese que vuelva con el remedio.
Fui al comedor, hice unas bolitas de miga de pan muy bien amasadas, las puse en una caja, les eché encima canela en polvo y volví al escritorio donde la vieja me esperaba pacientemente, dando suspiros y ayes.
-Aquí tiene, doña Santitos; son unas pastillas especiales para su enfermedad. Tiene que tomarse dos todas las mañanas, con un vaso de leche, vuelta para el lado sur, y rezar después tres avemarías. Verá cómo mejora. Pero no vaya a olvidarse de estar de cara al sur y de rezar, porque entonces el remedio no le haría efecto.
Me miraba, asintiendo a cabezadas, con los ojos ilusionados, temblando de ansia las manos sarmentosas al coger la caja. Me dio las gracias. Repitió las disculpas. Volvió a decirme cómo Saldaña tenía fe ciega en mi poder curativo. Me contó nuevamente el itinerario del bulto, con estaciones y paradas. Di otra vez mi diagnóstico y repetí mis instrucciones. Las repitió ella para bien aprenderlas y al fin se marchó, con el bastón buscando el camino donde la esperaban la carreta y el muchacho, contenta, mostrando el diente único, badajo de su sonrisa.
- Las leseras que inventas... - me reprocharon en casa.
- ¡Bah! - contesté - Bien puede que mejore.
Y no hubo más comentarios y me olvidé de doña Santitos.
A la semana apareció otra vez en su vehículo colonial, transfigurada, con un rebozo a grandes cuadros, un pañuelo rojo en la cabeza, la sonrisa tajeándole la cara y los ojos en baile de gozo. Detrás venía el muchacho con un canasto con verduras, un pato y un ramo de cóguiles.
Había mejorado y aquello era su presente de gratitud.
Me quedé estupefacta. La vieja hablaba manoteando. Me hacía sopesar el pato, estimar las hojas prietas de un repollo, admirar los granos del maíz, oliscar los cóguiles que reventaban de maduros. Hablaba, hablaba, hablaba. De ella, de mí, de Saldaña, de su alivio, de mi saber, de su alegría, de mi bondad, de su agradecimiento, de Saldaña.
¿Quién sería Saldaña?
Era una taravilla. Pregunté, interrumpiéndola:
- ¿Pero ya no siente el bulto?
- No, iñorita. Es como si me l'hubieran quitao con la mano. Y hay que ver los años que llevaba fregándome, con permiso de su mercé y disculpas por la palabra. ¿No es cierto, Saldaña?
El muchacho dio un gruñido que bien podía ser sí o no. Parecía un perrazo nuevo, grande, desmañado, con una cabeza enorme y ojos buenos de lealtad y cariño.
- ¿Saldaña es su hijo?
- M'hijo... ¡Bah, iñorita! Las cosas... Saldaña es mi marío.
Abrí los ojos abismados. Pero...
- Sí - prosiguió la vieja -, es mi marío, es decir, casaos no estamos, ni falta qui'hace. Vivimos así no más, ya van pa' los tres años. Es sobrino de uno de mis finaos, del tercero, porque con Saldaña hey tenío cuatro maríos; es sobrino y muy güeno; de los cuatro es el que mi'ha salío mejor.
El muchacho la miraba sonriendo, sin nada en la expresión que no fuera cariño. Y la vieja --más y más locuazmente confiada-- siguió diciéndome en voz baja:
- Güeno, con el primero me casé por too lo que hay que casarse, y viera cómo me salió el condenao... Estaba seguro de qu'hiciera lo qu'hiciera, siempre sería mi marío, amparao por la ley y por l'iglesia. Su mercé sabrá que tengo una hijuelita que vale sus pesos. Por na no la embargaron pa' pagar lo que debía. Me abandonaba. Se iba pa'l pueblo a remoler. Se curaba. Me trataba pior que a perro. Hasta que al cabo se murió. Entonces jui yo y me'ije: "No, pues, Santos, no habís de ser más lesa. No te volvai a casar. Si querís otro hombre, vivís así no más con él. Hombre necesitas, pa' que cuide l'hijuela más que no sea, pero tenelo así, con el interés de ser agradoso pa' gozar de tu bienestar y con el susto de que como no es tu marío, el día que te canse lo echái puerta ajuera". Y así lo hice. Viví con otro que era bastante güeno, pero no tanto como Saldaña. A los cuantos años se enredó con una china de Quilquilco. Yo lo supe y l'ije que enredos no, y que se juera. Se jué. No supe más d'él. Después viví con don Saldaña, un poco porfiao y otro poco aficionao al trago. Pero en fin: trabajador y honrao. Murió de una lipidia. Lástima que l'iñorita no l'hubiera visto pa' que me l'hubiera mejorao. Pero más vale que no, porque así di con Saldaña, éste de agora, qu'es tan güenazo, tan trabajaor, y que me aprecea tanto. ¡Je!
- ¿Y no tiene miedo de que, siendo como es mucho más joven que usted, se le enrede por ahí con alguna chiquilla?
- ¡Je! Pior pa'él. Si s'enreda con alguna lo echo. Pior pa'él, güelvo a repetirlo, ya que con naiden tendrá la vía más descansá que conmigo.
- Pero entonces quiere decir que si vive con usted es sólo por interés.
- Y yo lo tengo tamién por el interés de que me cuide l'hijuela y me cuide a mí. Estamos pagaos.
- ¿Y usted qué dice, Saldaña?
- ¿Yo? - y dio otro gruñido de perro, ininteligible.
- Mire, iñorita... - Se interrumpió doña Santitos para decir al muchacho -: Saldaña, anda esperarme en la reja--y luego continuó diciéndome misteriosamente -: Favor por favor: su mercé me mejoró de mi gurto. Yo le voy a dar a su mercé el secreto pa' ser feliz. Es mi verdá aprendía en tantos años de tantas euperiencias. A los hombres, pa' tenerlos seguros, hay qui'agarrarlos por el mieo a encontrarse cualquier día sin mujer. No hay que icirles nunca sí ni no. Hay que icirles siempre quizá. Créame, iñorita: la mujer que no tiene al hombre sobresaltao'e recelos, está perdía. Créame, se lo igo yo, que por decir una vez sí estuve cinco años penando, y por decir quizá hey pasao el resto de mi vía muy contenta.
Seguía mirándola abismada. Debía de hacer una figura tontamente ridícula, con un pato que aleteaba en una mano, un ramo de cóguiles en la otra, las verduras en ringla a los pies.
Pero la vieja había terminado sus confidencias y me hablaba otra vez de su enfermedad, de su mejoría; me daba las gracias manoteando, se despedía y al fin se marchaba. El muchacho se le juntó en la reja del parque y siguieron hasta la carreta: adelante ella, con el bastoncito tembloroso que parecía decir: quizá; atrás, él, sumisamente, en la duda.
martes, 12 de febrero de 2013
Extracto del cuento "Trenzas" de María Luisa Bombal
>>
La octava mujer de Barba Azul... ¿La habéis olvidado? Y de cómo su extravagante
y severo marido al emprender inesperado viaje copiara a su traviesa esposa las
llaves de acceso a todas las estancias de la suntuosa y vasta mansión, salvo
prohibiéndole hacer uso de aquella diminuta y mohosa que llevara a la última
pieza de un abandonado y desalfombrado corredor.
De más
está explicar que durante esa bien venida ausencia marital, en medio de tanta
diversión, amigas reidoras y airosos festejantes, el juego que más la intrigara
y tentara, fuera el único juego prohibido. El de introducir en la
correspondiente cerradura la misteriosa llavecilla de aquel íntimo cuarto
abandonado.
Muy
sabido es que tanto en las mujeres como en los gatos, la curiosidad siempre
triunfó sobre toda otra pasión. Así, pues, cuando al regreso intempestivo de su
amo y señor, la esposa desobediente hubo de hacerle temblorosa entrega del
manojo de llaves, entre éstas, aunque maliciosamente disimulada, el temible
caballero la descubrió no sólo mohosa..., sino además tinta en sangre.
“Vos,
señora, me habéis traicionado -rugió-, no le queda otro destino que ir a
reunirse con sus tristes amigas al final del corredor”
Dicho
esto, desenvainó su espada... <<
Cuento completo:
Cuento original de “Barba Azul” escrito por Charles
Perrault (1628-1703) en el siguiente linck:
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