Marta Brunet (1807 - 1967) es una escritora chilena pa variar poco conocida en su propio país aunque ganó el premio nacional de literatura en vida. Junto con Bombal son las primeras mujeres en reflejar en su literatura su naturaleza de mujer. Marta Brunet, a mí parecer, también refleja lo tradicional (campesino si se quiere ver) en sus cuentos (a diferencia de Bombal que toma temas más psicológicos o emocionales acordes a la mujer), un ejemplo de esto es el cuento a continuación:
Reseña:
El secreto para ser feliz, según una vieja que tiene de novio a un jovencito, se puede considerar buena fuente.
Tenía la cara rugosa, pequeñita, y el cuerpo endeble, de garfio tembloroso.
Un pañuelo negro atado a la cabeza le ocultaba el pelo, formando visera a los
ojos grandes, cuencos de agua clara inexpresiva. Por la hendidura de la boca
asomaba un diente, un diente único, largo, torcido, amarillo de soledad. La
nariz bajaba en busca del mentón. Arrebozada en un chal obscuro, iba delante de
ella, tanteando, un bastoncillo de quila.
Había oído decir que era vecina nuestra, dueña de un terrenito en Coínco. Se
llamaba Santos Poblete, pero todos, cariñosamente, le decían doña Santitos.
Llegó en un carretón de familia tirado por bueyes, uno de esos carretones que
fueran el orgullo de nuestros abuelos. Era una especie de casita con su puerta
trasera y dos ventanas laterales, con cortinillas de percala a pintas, todo ello
verde rabioso y empingorotado sobre ruedas enormes y chirriantes. La acompañaba,
picana al hombro, un muchacho. Su hijo, tal vez.
Venía a verme porque le diera un remedio, atraída por mi fama de curandera.
Luego de mucho pedir disculpas y saludar y tornar a las disculpas y a los
saludos nuevamente, me explicó su mal.
- Es un gurto que se me le pone por aquí, por el costao, y lueguito se me le
corre pa' l'espalda y end'ehi me agarra l'estomo y después se me le fija en el
corazón. Y casi mi'ahogo, iñorita. Ya hacen como cinco años qu'estoy sufriendo
d'este mal. Hey tomao cuanto remedio se pue su mercé figurar. Me han visto toas
las meicas conocías de por aquí y hasta los doutores de Curacautín y de
Victoria. Ninguno ha podío aliviarme ni así tantito. Ya tenía perdías las
esperanzas, cuando m'ijeron que su mercé era tan güena curandera; se lo ijeron a
Saldaña, onde Juana Campos, la que su mercé mejoró de la fiebre, y tamién onde
Rosamel Pérez. Y entonces Saldaña mi'animó pa' que viniera a molestar a su
mercé... ¡Ay! ¡Este gurto me v'acabar con la vía!
La miraba perpleja, porque el "gurto viajero" no estaba en el catálogo de las
enfermedades que conocía. Pero no arredré. Le hice un examen prolijo, matizado
con preguntas vagas. Y acabé por diagnosticar, muy seria:
- Lo que usted tiene es "gurtitis", una enfermedad muy rara, pero fácil de
mejorar. Espérese que vuelva con el remedio.
Fui al comedor, hice unas bolitas de miga de pan muy bien amasadas, las puse
en una caja, les eché encima canela en polvo y volví al escritorio donde la
vieja me esperaba pacientemente, dando suspiros y ayes.
-Aquí tiene, doña Santitos; son unas pastillas especiales para su
enfermedad. Tiene que tomarse dos todas las mañanas, con un vaso de leche,
vuelta para el lado sur, y rezar después tres avemarías. Verá cómo mejora. Pero
no vaya a olvidarse de estar de cara al sur y de rezar, porque entonces el
remedio no le haría efecto.
Me miraba, asintiendo a cabezadas, con los ojos ilusionados, temblando de
ansia las manos sarmentosas al coger la caja. Me dio las gracias. Repitió las
disculpas. Volvió a decirme cómo Saldaña tenía fe ciega en mi poder curativo. Me
contó nuevamente el itinerario del bulto, con estaciones y paradas. Di otra vez
mi diagnóstico y repetí mis instrucciones. Las repitió ella para bien
aprenderlas y al fin se marchó, con el bastón buscando el camino donde la
esperaban la carreta y el muchacho, contenta, mostrando el diente único, badajo
de su sonrisa.
- Las leseras que inventas... - me reprocharon en casa.
- ¡Bah! - contesté - Bien puede que mejore.
Y no hubo más comentarios y me olvidé de doña Santitos.
A la semana apareció otra vez en su vehículo colonial, transfigurada, con un
rebozo a grandes cuadros, un pañuelo rojo en la cabeza, la sonrisa tajeándole la
cara y los ojos en baile de gozo. Detrás venía el muchacho con un canasto con
verduras, un pato y un ramo de cóguiles.
Había mejorado y aquello era su presente de gratitud.
Me quedé estupefacta. La vieja hablaba manoteando. Me hacía sopesar el pato,
estimar las hojas prietas de un repollo, admirar los granos del maíz, oliscar
los cóguiles que reventaban de maduros. Hablaba, hablaba, hablaba. De ella, de
mí, de Saldaña, de su alivio, de mi saber, de su alegría, de mi bondad, de su
agradecimiento, de Saldaña.
¿Quién sería Saldaña?
Era una taravilla. Pregunté, interrumpiéndola:
- ¿Pero ya no siente el bulto?
- No, iñorita. Es como si me l'hubieran quitao con la mano. Y hay que ver los
años que llevaba fregándome, con permiso de su mercé y disculpas por la palabra.
¿No es cierto, Saldaña?
El muchacho dio un gruñido que bien podía ser sí o no. Parecía un perrazo
nuevo, grande, desmañado, con una cabeza enorme y ojos buenos de lealtad y
cariño.
- ¿Saldaña es su hijo?
- M'hijo... ¡Bah, iñorita! Las cosas... Saldaña es mi marío.
Abrí los ojos abismados. Pero...
- Sí - prosiguió la vieja -, es mi marío, es decir, casaos no estamos, ni
falta qui'hace. Vivimos así no más, ya van pa' los tres años. Es sobrino de uno
de mis finaos, del tercero, porque con Saldaña hey tenío cuatro maríos; es
sobrino y muy güeno; de los cuatro es el que mi'ha salío mejor.
El muchacho la miraba sonriendo, sin nada en la expresión que no fuera
cariño. Y la vieja --más y más locuazmente confiada-- siguió diciéndome en voz
baja:
- Güeno, con el primero me casé por too lo que hay que casarse, y viera cómo
me salió el condenao... Estaba seguro de qu'hiciera lo qu'hiciera, siempre sería
mi marío, amparao por la ley y por l'iglesia. Su mercé sabrá que tengo una
hijuelita que vale sus pesos. Por na no la embargaron pa' pagar lo que debía. Me
abandonaba. Se iba pa'l pueblo a remoler. Se curaba. Me trataba pior que a
perro. Hasta que al cabo se murió. Entonces jui yo y me'ije: "No, pues, Santos,
no habís de ser más lesa. No te volvai a casar. Si querís otro hombre, vivís así
no más con él. Hombre necesitas, pa' que cuide l'hijuela más que no sea, pero
tenelo así, con el interés de ser agradoso pa' gozar de tu bienestar y con el
susto de que como no es tu marío, el día que te canse lo echái puerta ajuera". Y
así lo hice. Viví con otro que era bastante güeno, pero no tanto como Saldaña. A
los cuantos años se enredó con una china de Quilquilco. Yo lo supe y l'ije que
enredos no, y que se juera. Se jué. No supe más d'él. Después viví con don
Saldaña, un poco porfiao y otro poco aficionao al trago. Pero en fin: trabajador
y honrao. Murió de una lipidia. Lástima que l'iñorita no l'hubiera visto pa' que
me l'hubiera mejorao. Pero más vale que no, porque así di con Saldaña, éste de
agora, qu'es tan güenazo, tan trabajaor, y que me aprecea tanto. ¡Je!
- ¿Y no tiene miedo de que, siendo como es mucho más joven que usted, se le
enrede por ahí con alguna chiquilla?
- ¡Je! Pior pa'él. Si s'enreda con alguna lo echo. Pior pa'él, güelvo a
repetirlo, ya que con naiden tendrá la vía más descansá que conmigo.
- Pero entonces quiere decir que si vive con usted es sólo por interés.
- Y yo lo tengo tamién por el interés de que me cuide l'hijuela y me cuide a
mí. Estamos pagaos.
- ¿Y usted qué dice, Saldaña?
- ¿Yo? - y dio otro gruñido de perro, ininteligible.
- Mire, iñorita... - Se interrumpió doña Santitos para decir al muchacho -:
Saldaña, anda esperarme en la reja--y luego continuó diciéndome
misteriosamente -: Favor por favor: su mercé me mejoró de mi gurto. Yo le voy a
dar a su mercé el secreto pa' ser feliz. Es mi verdá aprendía en tantos años de
tantas euperiencias. A los hombres, pa' tenerlos seguros, hay qui'agarrarlos por
el mieo a encontrarse cualquier día sin mujer. No hay que icirles nunca
sí ni no. Hay que icirles siempre quizá. Créame, iñorita:
la mujer que no tiene al hombre sobresaltao'e recelos, está perdía. Créame, se
lo igo yo, que por decir una vez sí estuve cinco años penando, y por
decir quizá hey pasao el resto de mi vía muy contenta.
Seguía mirándola abismada. Debía de hacer una figura tontamente ridícula, con
un pato que aleteaba en una mano, un ramo de cóguiles en la otra, las verduras
en ringla a los pies.
Pero la vieja había terminado sus confidencias y me hablaba otra vez de su
enfermedad, de su mejoría; me daba las gracias manoteando, se despedía y al fin
se marchaba. El muchacho se le juntó en la reja del parque y siguieron hasta la
carreta: adelante ella, con el bastoncito tembloroso que parecía decir:
quizá; atrás, él, sumisamente, en la duda.
miércoles, 13 de febrero de 2013
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