Isaac Asimov, uno de los mayores representantes de
la literatura de ciencia ficción (y más prolífero con más de 400 obras tras él)
nos deleita con este adorable cuento de una niña pequeña simplemente encariñada
humanamente a su robot niñera ¿y él? Animense a aventurarse en su historia
cuenta su madre, asustada de los roboths, decida separarlos ¿qué pasará? ¿la
inocencia de una niña triunfará ante los prejuicios de los adultos? ¿qué es el sentimiento
después de todo…?
Robbie de Isaac Asimov
—Noventa y ocho... noventa y nueve... cien.
Gloria apartó el pequeño antebrazo que tenía
delante de los ojos y permaneció quieta un momento, arrugando la nariz y
parpadeando ante la luz del sol. A continuación, intentando mirar en todas las
direcciones a la vez, se apartó unos pasos cautelosos del árbol contra el cual
había estado apoyada.
Estiró el cuello para investigar las posibilidades
de un grupo de arbustos a la derecha y seguidamente se alejó más a fin de
obtener un ángulo mejor para observar su oscuro interior. El silencio era
profundo salvo por el incesante zumbido de los insectos y el poco frecuente
gorjeo de algún pájaro robusto, que desafiaba el sol de mediodía.
Gloria hizo pucheros.
—Apuesto a que se ha metido dentro de la casa y le
he dicho un millón de veces que esto no es justo.
Con los finos labios apretados fuertemente y un
severo ceño arrugando su frente, se encaminó decidida hacia el edificio de dos
plantas situado después de la avenida.
Demasiado tarde oyó el sonido de un crujido detrás
de ella, seguido por las claras y rítmicas pisadas fuertes de los pies
metálicos de Robbie. Se dio la vuelta para ver cómo su triunfante compañero
surgía de su escondite y se dirigía al árbol cabaña a toda velocidad.
Gloria gritó consternada:
—¡Espera, Robbie! ¡Esto no es justo, Robbie! Me
habías prometido que no correrías hasta que te encontrase.
Sus pequeños pies no podían en absoluto tomar la
delantera a las zancadas gigantes de Robbie. Luego, a tres metros de la meta,
el paso de Robbie aminoró de repente hasta simplemente arrastrarse, y Gloria,
con un impulso final de salvaje velocidad, lo adelantó sin aliento para tocar
primero la bienvenida corteza del árbol.
Se volvió con júbilo hacia el fiel Robbie y, con la
más baja de las ingratitudes, recompensó su sacrificio echándole cruelmente en
cara su falta de habilidad corriendo.
—¡Robbie no sabe correr! —gritó con el tono más
alto de su voz de ocho años—. Le puedo ganar cuando quiera. Le puedo ganar
cuando quiera. —Y cantaba las palabras con un ritmo estridente.
Robbie no contestó, por supuesto... no con
palabras. Por el contrario, se puso a hacer ver que corría avanzando palmo a
palmo hasta que Gloria empezó a correr detrás de él; éste la esquivaba por
poco, obligándola a girar en inútiles círculos, con los bracitos extendidos y
abanicando el aire.
—¡Robbie, estate quieto! —chilló, mientras se reía
con sacudidas jadeantes.
Hasta que él se volvió de pronto y la cogió en
volandas, haciéndola girar de forma que durante un momento ella vio cómo el
mundo descendía debajo de un vacío azul y los árboles verdes se estiraban
ávidamente boca abajo hacia el infinito. Luego, otra vez sobre la hierba,
apoyada contra la pierna de Robbie y todavía agarrando un duro y metálico dedo.
Al cabo de poco rato, recobró el aliento. Se retocó
en vano el pelo despeinado en una vaga imitación de uno de los gestos de su
madre y se volvió para ver si el vestido se había roto.
Golpeó con la mano el torso de Robbie.
—¡Eres un chico malo! ¡Te voy a pegar!
Y Robbie se encogió y se cubrió el rostro con las
manos, así que ella tuvo que añadir:
—No. No lo haré, Robbie. No quiero pegarte. Pero en
cualquier caso, ahora me toca a mí esconderme porque tú tienes las piernas más
largas y habías prometido no correr hasta que te encontrase.
Robbie hizo un gesto de asentimiento con la cabeza
-un pequeño paralelepípedo con los ángulos redondos y los extremos inferiores
sujetos por medio de un tubo flexible y corto a un paralelepípedo similar pero
mucho mayor que servía de torso- y se puso obedientemente de cara al árbol.
Sobre sus ojos brillantes descendió una película fina y metálica y desde el
interior del cuerpo salió un constante y resonante tic-tac.
—Ahora no mires de reojo... y no te saltes ningún
número —advirtió Gloria, que corrió a esconderse.
Los segundos fueron marcados con una regularidad
invariable y, al centésimo, se levantaron los párpados y el rojo brillante de
los ojos de Robbie rastrearon el entorno. Descansaron por un momento en una
guinga abigarrada que sobresalía detrás de una roca. Avanzó unos pasos y se
convenció de que Gloria estaba escondida detrás.
Lentamente, permaneciendo siempre entre Gloria y el
árbol, avanzó hacia el escondite y, cuando Gloria estuvo completamente a la
vista no pudiendo ya siquiera decirse que no había sido vista, él extendió un
brazo hacia ella, dando con la otra una palmada a su pierna de forma que
sonase. Gloria salió mohína.
—¡Has mirado! —exclamó, con gran injusticia—.
Además, estoy cansada de jugar al escondite. Quiero cabalgar.
Pero Robbie estaba dolido por la injusta acusación,
se sentó con cuidado y movió pesadamente la cabeza de un lado al otro.
Gloria cambió inmediatamente de tono, por uno más
amable y mimoso.
—Vamos, Robbie. No quería decir eso de que habías
mirado. Dame un paseo.
Sin embargo, Robbie no era tan fácil de conquistar.
Se puso a mirar fijamente el cielo con porfía y sacudió la cabeza de forma
todavía más enfática.
—Por favor, Robbie, por favor, dame una vuelta
—dijo ella, mientras rodeaba su cuello con rosados brazos y lo abrazaba
fuertemente. Luego, cambiando de pronto de humor, se apartó—. Si no quieres, me
pondré a llorar. —Y su rostro se preparó distorsionándose terriblemente.
Insensible, Robbie prestó escasa atención a esta
terrible eventualidad, y sacudió la cabeza por tercera vez. Gloria consideró
necesario jugar su triunfo.
—Si no quieres —exclamó calurosamente—, no volveré
a contarte cuentos, así de simple. Ni uno solo...
Ante este ultimátum, Robbie cedió inmediata e
incondicionalmente, asintiendo de forma vigorosa con la cabeza hasta que el
metal de su cuello zumbó. Con sumo cuidado, levantó a la niña y la colocó sobre
sus anchos y planos hombros.
Las amenazadoras lágrimas de Gloria cesaron de
inmediato y canturreó feliz. La piel metálica de Robbie, mantenida a la
constante temperatura de veintiún grados por medio de unas bobinas interiores
de alta resistencia, era agradable y acogedora, y el sonido maravillosamente
fuerte que producían los talones de ella al chocar contra su pecho mientras
saltaban de forma rítmica, era encantador.
—Eres una aeronave patrullera, Robbie, eres una
grande y plateada aeronave patrullera. Extiende los brazos rectos... Si vas a
ser una aeronave patrullera, debes hacerlo, Robbie.
La lógica era irrefutable. Los brazos de Robbie
eran alas que cazaban las corrientes aéreas y él era una plateada aeronave
patrullera.
Gloria giró la cabeza del robot y la dirigió hacia
la derecha. Él se inclinó de lado bruscamente. Gloria equipó la aeronave con un
motor que hacia «B-r-r-r» y a continuación con unas armas que decían «Pow-pow»
y «Sh-sh-sh-sh-sh». Daban caza a los piratas y entraron en juego los estallidos
de la nave. Los piratas caían como moscas.
—Dale a otro... Otros dos —gritó ella.
Luego:
—Más de prisa, chicos —dijo Gloria pomposamente—,
nos estamos quedando sin municiones.
Apuntó sobre su propio hombro con valor indomable y
Robbie era una nave espacial de nariz contundente que se empinaba en el vacío a
la máxima aceleración.
Corrió a gran velocidad a través del campo
despejado hasta el sendero de hierba alta del otro lado, donde se detuvo con
una brusquedad que provocó un chillido de su sofocado jinete, y seguidamente la
dejó caer sobre la suave y verde alfombra.
Gloria respiraba con dificultad, jadeaba y emitía
intermitentes susurros exclamativos de:
—¡Oh, qué bonito ha sido!
Robbie esperó hasta que ella hubiese recobrado el
aliento y entonces le estiró suavemente de un rizo.
—¿Quieres algo? —dijo Gloria, con los ojos abiertos
de par en par con una complejidad aparentemente ingenua que no engañó a su
«niñera» en absoluto. Le estiró más fuerte del mechón.
—Ah, ya lo sé, quieres un cuento. —Robbie asintió
rápidamente—. ¿Cuál?
Robbie hizo un semicírculo en el aire con un dedo.
La pequeña protestó.
—¿Otra vez? Te he contado «Cenicienta» un millón de
veces. ¿No estás cansado de oírla...? Es para niños.
Otro semicírculo.
—Oh, bien —Gloria se preparó, repasó el cuento en
su mente (junto con sus propias elaboraciones que eran varias) y empezó—:
¿Estás preparado? Bien... Érase una vez una hermosa niña que se llamaba Ella. Y
tenía una madrastra terriblemente cruel y dos hermanastras muy feas y muy
crueles y...
Gloria estaba llegando al punto álgido del cuento
-estaba sonando la medianoche y todo estaba volviendo al original y pobre
escenario, mientras Robbie escuchaba tensamente con ojos ardientes- cuando
llegó la interrupción.
—¡Gloria!
Era el tono alto de la voz de una mujer que había
estado llamando no una, sino varias veces; y tenía el tono nervioso de alguien
cuya ansiedad estaba empezando a transformarse en impaciencia.
—Mamá me está llamando —dijo Gloria, no del todo
feliz—. Será mejor que me lleves a casa, Robbie.
Robbie obedeció con presteza pues en cierto modo
había algo dentro de él que consideraba que lo mejor era obedecer a la señora
Weston, sin siquiera una pizca de vacilación. El padre de Gloria rara vez
estaba en casa durante el día salvo los domingos -hoy, por ejemplo- y, cuando
estaba, la madre de Gloria era una fuente de desasosiegos para Robbie y siempre
estaba presente el impulso de escabullirse de su vista.
La señora Weston los vio cuando aparecieron por
encima de la mata de hierba alta que los tapaba y entró en la casa a
esperarlos.
—Me he quedado ronca de gritar, Gloria —dijo,
severamente—. ¿Dónde estabas?
—Estaba con Robbie —dijo Gloria, con voz
temblorosa—. Le estaba contando Cenicienta y me he olvidado de que era la hora
de comer.
—Bien, es una lástima que Robbie también lo haya
olvidado. —Luego, como si esto le hubiera recordado la presencia del robot, se
volvió hacia él—. Puedes marcharte, Robbie. Ahora no te necesita. —Y,
brutalmente—: Y no vuelvas hasta que te llame.
Robbie dio media vuelta para marcharse, pero titubeó
cuando Gloria gritó en su defensa:
—Espera, mamá, deja que se quede. No he terminado
de contarle Cenicienta. Le he dicho que se lo contaría y no he terminado.
—¡Gloria!
—De verdad, mamá, se quedará tranquilo, ni siquiera
te darás cuenta de que está. Puede sentarse en la silla del rincón y no dirá ni
una palabra, quiero decir no hará nada. ¿Verdad, Robbie?
Robbie, así interpelado, movió una vez en señal
afirmativa su maciza cabeza arriba y abajo.
—Gloria, si no paras con esto inmediatamente, no
verás a Robbie durante una semana entera.
La niña bajó los ojos.
—¡Está bien! Pero Cenicienta es su cuento favorito
y no lo he terminado... Y le gusta mucho.
El robot se alejó con paso desconsolado y Gloria contuvo
un sollozo.
George Weston estaba a gusto. Solía estar a gusto
los domingos por la tarde. Una buena y abundante comida a la sombra; un bonito
y blando sofá en estado ruinoso para tumbarse; un ejemplar del Times;
zapatillas en los pies y el pecho desnudo... ¿cómo podría alguien evitar estar
a gusto?
Por consiguiente, no apreció nada que entrase su
mujer. Después de diez años de vida matrimonial, era todavía tan indeciblemente
estúpido como para quererla y no había duda de que siempre estaba contento de
verla; sin embargo las tardes de los domingos eran sagradas para él y su idea
de la sólida relajación era que lo dejasen en completa soledad por espacio de
dos o tres horas. Por lo tanto, posó firmemente su mirada en los últimos
informes sobre la expedición Lefebre-Yoshida a Marte (ésta iba a salir de la
Base Lunar y podía finalmente ser un éxito) e hizo como si ella no estuviese.
La señora Weston esperó con paciencia dos minutos,
luego con impaciencia otros dos, y finalmente rompió el silencio.
—¡George!
—¿Mmmmm?
—¡He
dicho George! ¿Quieres
dejar ese periódico y mirarme?
El periódico crujió al caer al suelo y Weston
volvió hacia su mujer una cara hastiada.
—¿Qué pasa, querida?
—Ya sabes lo que pasa, George. Se trata de Gloria y
esa horrible máquina.
—¿Qué horrible máquina?
—Ahora no pretendas que no sabes de lo que estoy
hablando. Es ese robot que Gloria llama Robbie. No la deja ni un momento.
—Bien, ¿por qué debería hacerlo? Se supone que está
para esto. Y de cierto no es una máquina horrible. Es el mejor condenado robot
que pueda comprar el dinero y sin duda me ha costado los ingresos de medio año.
Sin embargo, lo vale... El condenado es más listo que la mitad del equipo de mi
oficina.
Hizo un movimiento para volver a coger el
periódico, pero su mujer fue más rápida y lo agarró ella.
—Escúchame, George. No quiero que mi hija esté
confiada a una máquina... y no me importa lo lista que sea. No tiene alma y
nadie sabe lo que puede estar pensando. Sencillamente un niño no está hecho
para que lo cuide una cosa de metal.
Weston frunció el ceño.
—¿Cuándo has decidido esto? Hace dos años que está
con Gloria y no te había visto preocupada hasta ahora.
—Al principio era diferente. Era una novedad; me
sacó una carga de encima... y estaba de moda hacerlo. Pero ahora no sé. Los
vecinos...
—Bien, ¿qué pintan los vecinos con esto? Ahora,
escucha. Se puede confiar infinitamente más en un robot que en una niñera
humana. En realidad, Robbie fue construido con un único objetivo: ser el
compañero de un niño pequeño. Toda su «mentalidad» ha sido creada para este
propósito. Sencillamente no puede evitar ser leal, encantador y amable. Es una
máquina... hecha así. Es más de lo que se puede decir con respecto a los
humanos.
—Pero algo puede ir mal. Algún... algún... —la
señora Weston estaba un poco confusa en lo tocante al interior de un robot—,
algún chismecito se soltará, la cosa horrible perderá los estribos y... y...
—no pudo cobrar el valor para completar el bastante obvio pensamiento.
—No tiene sentido —negó Weston, con un involuntario
escalofrío nervioso—. Esto es completamente ridículo. Cuando compramos a Robbie
hablamos mucho sobre la Primera Ley de la Robótica. Tú sabes que es imposible
que un robot haga daño a un ser humano; que mucho antes de que pueda funcionar
mal hasta el punto de alterar la Primera Ley, un robot se volvería
completamente inoperable. Es matemáticamente imposible. Además, dos veces al
año acude un ingeniero de U.S. Robots para hacerle al pobre aparato una
revisión completa. Es más fácil que tú y yo nos volvamos locos de repente a que
algo vaya mal con Robbie, de hecho mucho más. Por otra parte, ¿cómo vas a
separarlo de Gloria?
Hizo otra tentativa inútil hacia el periódico y su
mujer lo arrojó con furia a la otra habitación.
—¡Se trata precisamente de esto, George! No quiere
jugar con nadie más. Hay docenas de niños y niñas con los que debería hacer
amistad, pero no quiere. No se acerca a ellos si yo no la obligo. Una niña
pequeña no debe crecer así. Tú quieres que sea normal, ¿verdad? Tú quieres que
sea capaz de formar parte de la sociedad.
—Estás sacando las cosas de quicio, Grace.
Imagínate que Robbie es un perro. He visto cientos de niños que antes se
quedarían con su perro que con su padre.
—Un perro es diferente, George. Debemos deshacernos
de esta horrible cosa. Puedes volver a venderlo a la compañía. Lo he preguntado
y puedes hacerlo.
—¿Lo has preguntado? Ahora escucha, Grace, no te
subas por las paredes. Nos quedaremos con el robot hasta que Gloria sea mayor y
no quiero volver a hablar de esta cuestión. —Y con esto salió ofendido de la
habitación.
Dos días después, la señora Weston esperaba por la
tarde a su marido en la puerta.
—Tienes que escuchar esto, George. En el pueblo hay
mal ambiente.
—¿Por qué? —preguntó Weston. Se metió en el cuarto
de baño y ahogó toda posible contestación con el chapoteo del agua.
La señora Weston esperó. Dijo:
—Por Robbie.
Weston salió, con la toalla en la mano y el rostro
rojo y airado.
—¿De qué estás hablando?
—Oh, ha ido creciendo y creciendo. Había intentado
ignorarlo, pero no voy a seguir haciéndolo. La mayoría de la gente del pueblo
considera que Robbie es peligroso. No permiten que los niños se acerquen por
aquí al atardecer.
—Nosotros confiamos nuestra hija a este aparato.
—Bien, la gente no es tolerante con estas cosas.
—Entonces al demonio con ellos.
—Decir esto no resuelve el problema. Yo tengo que
hacer las compras allí. Yo tengo que verlos cada día. Y con respecto a los
robots actualmente es peor en la ciudad. Nueva York acaba de ordenar que ningún
robot debe permanecer en la calle entre la puesta y la salida del sol.
—De acuerdo, pero no pueden evitar que nosotros
tengamos un robot en nuestra casa. Grace, ésta es una de tus campanas. Lo sé.
Pero es inútil. ¡La respuesta sigue siendo, no! ¡Nos quedamos con Robbie!
Pero él quería a su mujer -y lo que era peor, su
mujer lo sabía. George Weston, al fin de cuentas, no era más que un hombre,
pobrecito, y su esposa hizo pleno uso de todos los mecanismos que el sexo más
torpe y más escrupuloso ha aprendido a temer, con razón e inútilmente.
Diez veces durante la misma semana, él gritó:
—Robbie se queda.. ¡y no hay más que hablar! —Y
cada vez la frase resultaba más débil e iba acompañada de un gemido más alto y
agonizante.
Llegó por fin el día en que Weston se acercó a su
hija con sentimiento de culpa y le sugirió un espectáculo «maravilloso de
visivox» en el pueblo.
Gloria aplaudió feliz.
—¿Robbie puede ir?
—No, querida —dijo, y se estremeció ante el sonido
de su voz—, no dejan entrar robots en el visivox; pero se lo puedes contar todo
cuando vuelvas a casa —pronunció torpemente las últimas palabras y desvió la
vista.
Gloria regresó del pueblo rebosante de entusiasmo,
pues el visivox había sido en efecto un espectáculo maravilloso.
Esperó a que su padre aparcase el coche a reacción
en el garaje subterráneo.
—Ya verás cuando se lo cuente a Robbie, papá. Le
habría gustado más que cualquier cosa... Especialmente cuando Francis Fran
estaba retrocediendo mu-y-y despacito, fue a dar con el Hombre Leopardo y tuvo
que echar a correr —Se rió de nuevo—. Papá, ¿realmente hay Hombres Leopardo en
la Luna?
—Probablemente no —dijo Weston, ausente—.
Simplemente es divertido hacerlo creer.
Ya no podía entretenerse más con el coche. Tenía
que afrontarlo.
Gloria cruzó el césped corriendo.
—Robbie... ¡Robbie!
Entonces se detuvo de repente al ver un precioso
pastor escocés que la miraba con unos ojos marrones y serios mientras movía la
cola en el porche.
—¡Oh, qué perro tan bonito! —Gloria subió los
escalones a saltos, se acercó cautelosamente a él y le pasó la mano por
encima—. ¿Es para mí, papá?
Su madre se había reunido con ellos.
—Así es, Gloria. Es precioso... suave y peludo. Es
muy simpático. Le gustan las niñas pequeñas.
—¿Conoce juegos?
—Claro. Puede hacer cualquier tipo de trucos.
¿Quieres ver alguno?
—Un momento. Quiero que Robbie también lo vea...
¡Robbie! —Se detuvo, insegura, y frunció el ceño—. Apuesto a que se ha quedado
en su habitación porque está enfadado conmigo por no habérmelo llevado al
visivox. Papá, tendrás que explicárselo. Es posible que a mí no me crea, pero
lo creerá si se lo dices tú, es así.
Los labios de Weston se apretaron. Miró hacia su
mujer pero no pudo encontrar su mirada.
Gloria se volvió precipitadamente y bajó corriendo
la escalera del sótano, gritando mientras se alejaba:
—Robbie... Ven a ver lo que me han traído papá y
mamá. Me han traído un perro, Robbie.
Al cabo de un minuto estaba de vuelta, pequeña niña
asustada.
—Mamá, Robbie no está en su habitación. ¿Dónde
está? —No hubo respuesta, George Weston tosió y de repente le interesó en
extremo una nube deslizándose sin rumbo. La voz de Gloria temblaba y estaba al
borde de las lágrimas—. ¿Dónde está Robbie, mamá?
La señora Weston se sentó y acercó cariñosamente a
su hija hacia ella.
—No llores, Gloria. Creo que Robbie se ha ido.
—¿Se ha ido? ¿A dónde? ¿Dónde se ha ido, mamá?
—Lo hemos buscado, buscado y buscado, pero no lo
hemos encontrado. Nadie lo sabe, querida. Simplemente se ha ido.
—¿Quieres decir que no volverá nunca más? —Sus ojos
se habían vuelto redondos por el horror.
—Quizá lo encontremos pronto. Seguiremos
buscándolo. Y mientras tanto puedes jugar con tu bonito perro nuevo. ¡Miralo!
Se llama Lightning y puede...
Pero los párpados de Gloria estaban empapados.
—Yo no quiero a este perro repugnante... quiero a
Robbie. Quiero que me encuentres a Robbie.
Su sentimiento se volvió demasiado profundo para
hablar y balbuceaba en un lamento estridente.
La señora Weston miró a su marido en busca de
ayuda, pero él se limitó a arrastrar los pies malhumorado y no dejó de mirar
fijamente el cielo, así que ella se inclinó para la tarea de consolar a la
niña.
—¿Por qué lloras, Gloria? Robbie era sólo una
máquina, únicamente una asquerosa máquina vieja. No tenía vida alguna.
—¡No era no una máquina! —gritó Gloria, fiera e
incorrectamente—. Era una persona como tú y como yo y era mi amigo. Quiero que
vuelva. Oh, mamá, quiero que vuelva.
Su madre gimió derrotada y dejó a Gloria con su
pena.
—Deja que llore —le dijo a su marido—. Las penas
infantiles nunca duran mucho. Dentro de pocos días, habrá olvidado que ese
horrible robot ha existido jamás.
Pero el tiempo mostró que la señora Weston había
sido un poco demasiado optimista. Es más, Gloria dejó de llorar, pero dejó
también de reír y los días que transcurrían la hallaron cada vez más silenciosa
y sombría. Gradualmente, su actitud de infelicidad pasiva hizo que la señora
Weston se rindiese y todo lo que le impedía ceder era la imposibilidad de
admitir su derrota al marido.
Luego, una noche, se precipitó a la sala de estar,
se sentó y cruzó los brazos, parecía enloquecida.
Su marido alargó el cuello para verla sobre el
periódico.
—¿Qué pasa ahora, Grace?
—Es la niña, George. Hoy he tenido que devolver el
perro. Gloria decía de forma contundente que no podía soportar verlo. Me está
llevando a una crisis nerviosa.
Weston dejó el periódico y un esperanzador
resplandor tomó posesión de su mirada.
—Tal vez... Tal vez deberíamos traer de nuevo a
Robbie. Se puede hacer, ¿sabes? Puedo ponerme en contacto con...
—¡No! —contestó ella, inexorablemente—. No quiero
oír hablar de ello. No vamos a ceder tan fácilmente. Mi hija no será cuidada
por un robot si hacen falta años para consolarse de su pérdida.
Weston volvió a coger el periódico con un aire de
disgusto.
—Un año así me volvería el cabello prematuramente
blanco.
—Eres de una gran ayuda, George —fue la gélida
respuesta—. Lo que Gloria necesita es un cambio de aires. Es natural que no
pueda olvidar a Robbie aquí. Cómo podría si cada árbol y cada piedra le
recuerda a él. Realmente es la situación más tonta que jamás he conocido. Una
niña languideciendo a causa de un robot.
—Bien, basta con esto. ¿Cuál es el cambio que
tienes en mente?
—Vamos a llevarla a Nueva York.
—¡A la ciudad! ¡En agosto! Dime, ¿tú sabes lo que
es Nueva York en agosto? Insoportable.
—Millones de personas no piensan así.
—No tienen un lugar como éste donde ir. Si no
tuviesen que quedarse en Nueva York, no lo harían.
—Bien, no importa. He dicho que nos marchamos
ahora, o tan pronto como podamos disponerlo todo. En la ciudad, Gloria
encontrará suficientes cosas interesantes y suficientes amigos para reanimarse
y olvidar a aquella máquina.
—Oh, Señor —se quejó la mitad más débil—, esas
calzadas ardientes.
—Tenemos que hacerlo —fue la impertérrita
respuesta—. Gloria ha adelgazado dos kilos en el último mes y la salud de mi
niñita es más importante que tu comodidad.
—Es una lástima que no pensases en la salud de tu
niñita antes de privarla de su robot de compañía —murmuró él... para sus
adentros.
Gloria dio inmediatos signos de mejora cuando se
enteró del inminente viaje a la ciudad. Hablaba poco de ello, pero cuando lo
hacía era siempre con viva ilusión. Empezó a sonreír de nuevo y a comer casi con
su apetito anterior.
La señora Weston se felicitó por esta alegría y no
perdió oportunidad de mostrarse triunfal con su todavía escéptico marido.
—Ya lo ves, George, ayuda a hacer el equipaje como
un angelito y parlotea como si no tuviese una sola inquietud en el mundo. Es
exactamente lo que yo te había dicho... todo lo que necesitamos es sustituir el
interés.
—Mmmm —fue la escéptica respuesta—. Eso espero.
Los preliminares tuvieron lugar rápidamente. Se
hicieron los arreglos oportunos para la preparación del piso de la ciudad y fue
contratada una pareja para ocuparse de la casa de campo. Cuando por fin llegó
el día del viaje, Gloria era completamente la de antes y por sus labios no pasó
mención alguna sobre Robbie.
La familia, de muy buen humor, cogió un girotaxi
para dirigirse al aeropuerto (Weston habría preferido utilizar su giro privado,
pero era de dos plazas sin sitio para el equipaje) y se subieron al avión que
estaba esperando.
—Ven, Gloria —llamó la señora Weston—. Te he
guardado un asiento junto a la ventanilla para que puedas contemplar el
paisaje.
Gloria recorrió el pasillo alegremente, aplastó la
nariz contra un óvalo blanco junto al grueso cristal transparente y se puso a
observar con una atención creciente mientras la repentina tos del motor
empezaba a zumbar detrás en el interior. Era demasiado pequeña para asustarse
cuando el suelo desapareció como si hubiese pasado por una escotilla y ella de
repente dobló su peso habitual, pero no demasiado pequeña para estar muy
interesada. No fue hasta que la tierra se convirtió en un diminuto mosaico
acolchado que apartó la nariz y se volvió de nuevo hacia su madre.
—¿Llegaremos pronto a la ciudad, mamá? —preguntó,
mientras se frotaba la helada nariz y miraba con interés cómo la mancha de
humedad que había dejado su respiración en el vidrio se reducía lentamente y
desaparecía.
—Dentro de aproximadamente media hora, querida —y
añadió sin el mínimo rastro de ansiedad—: ¿Estás contenta de que vayamos?
¿Verdad que estarás encantada en la ciudad con todos los edificios, la gente y
cosas para ver? Iremos al visivox cada día, a espectáculos, al circo, a la
playa y...
—Sí, mamá —fue la contestación poco entusiasta de
Gloria.
El avión pasaba por un banco de nubes en aquel momento
y la atención de Gloria fue absorbida por el espectáculo insólito de las nubes
por debajo de ella. Luego volvieron al cielo claro y ella se dirigió a su madre
con un repentino aire misterioso de secreto conocimiento.
—Yo sé por qué vamos a la ciudad, mamá.
—¿Lo sabes? —la señora Weston estaba perpleja—.
¿Por qué, querida?
—No me lo habéis dicho porque queríais darme una
sorpresa, pero yo lo sé. —Por un momento, se perdió en la admiración de su
aguda penetración y luego se rió alegremente—. Vamos a Nueva York para poder
encontrar a Robbie, ¿verdad? Con detectives.
Esta declaración cogió a George mientras estaba
bebiendo un vaso de agua, con resultados desastrosos. Se produjo una especie de
grito ahogado, un géiser de agua y a continuación un exceso de tos asfixiante.
Cuando todo hubo pasado, era una persona empapada de agua, con la cara roja y
muy, muy contrariada.
La señora Weston guardó la compostura, pero cuando
Gloria repitió la pregunta con un tono de voz más ansioso, su estado de ánimo
se deterioró bastante.
—Tal vez —contestó, secamente—. Y ahora siéntate y
estate tranquila, por amor de Dios.
Nueva York City del 1988 d. de C., era un paraíso
para el visitante, más que nunca en su historia. Los padres de Gloria se
percataron de ello y le sacaron el mejor partido.
Por órdenes directas de su mujer, George Weston se
había organizado para que su negocio prescindiese de él por espacio de
aproximadamente un mes, a fin de estar libre para dedicar el tiempo a lo que él
llamó «alejar a Gloria del borde de la ruina». Como todo lo que hacía Weston,
esto se desarrolló de forma eficiente, concienzuda y práctica. Antes de que
hubiese transcurrido el mes, nada de lo que se podía hacer había sido omitido.
La llevaron a la cima del Roosevelt Building, de
media milla de altura, para observar con temor reverencial el panorama mellado
de los tejados que se mezclaban a lo lejos en los campos de Long Island y la
tierra plana de Nueva Jersey. Visitaron los zoos donde Gloria contempló con
regocijado temor el «león vivo» (bastante decepcionada por el hecho de que los
guardianes los alimentasen con carne cruda, en lugar de con seres humanos, como
ella había esperado), y pidió de forma insistente y perentoria ver a «la
ballena».
Los distintos museos fueron blanco de la atención
por todos compartida, junto con los parques, las playas y el acuario.
La llevaron a una excursión que ascendía medio
curso del Hudson con un vapor equipado en la forma arcaica de los locos años
veinte. Viajó a la estratosfera en un viaje de exhibición, donde el cielo se
volvía de un púrpura intenso, surgían las estrellas y la nebulosa tierra bajo
ella parecía un enorme recipiente cóncavo. La llevaron en un barco submarino de
paredes de cristal bajo las aguas del canal de Long Island, donde en un mundo
verde y oscilante, unas cosas acuáticas pintorescas y curiosas se la comían con
los ojos y se alejaban contoneándose.
En un nivel más prosaico, la señora Weston la llevó
a los grandes almacenes donde pudo deleitarse en otro estilo de país de
ensueño.
De hecho, cuando el mes había casi transcurrido,
los Weston estaban convencidos de que se había hecho todo lo concebible para
apartar al ausente Robbie de una vez por todas de la mente de Gloria, pero no
estaban completamente seguros de haberlo conseguido.
Quedaba el hecho de que allí donde fuese Gloría,
mostraba el más absorto y concentrado interés por los robots que pudiesen estar
presentes. Por muy excitante que fuese el espectáculo que se desarrollaba
delante de ella, o por muy nuevo que fuese para sus ojos infantiles, se volvía
instantáneamente si por el rabillo del ojo vislumbraba un movimiento metálico.
La señora Weston se desviaba de su camino para
mantener a Gloria alejada de todos los robots.
Y el asunto alcanzó su cima de intensidad con el
episodio del Museo de Ciencia e Industria. El museo había anunciado un
«programa especial para niños» donde tenía lugar una exhibición de magia
científica a escala de la mentalidad infantil. Los Weston, por supuesto, lo
clasificaron en su lista como «rotundamente sí».
Estaban los Weston completamente absortos en las
hazañas de un potente electroimán cuando la señora Weston de pronto se dio
cuenta de que Gloria ya no estaba con ella. El pánico inicial se transformó en
decisión tranquila y, después de haberse procurado la ayuda de tres empleados,
se inició una búsqueda concienzuda.
Sin embargo, no era propio de Gloria vagar a la
buena de Dios. Para su edad, era una niña insólitamente resuelta y decidida, en
esto tenía todos los genes maternos. Había visto un enorme rótulo en la tercera
planta, que decía: «Por aquí al Robot Hablador». Después de haberlo leído para
sus adentros y haber advertido que sus padres no parecían tomar la dirección
adecuada, hizo lo obvio. Esperó un momento oportuno de distracción de los
padres, se apartó sin ruido y siguió el rótulo.
El Robot Hablador era un tour de force, un aparato
carente de todo sentido práctico, que tenía sólo un valor publicitario. Una vez
cada hora, un grupo escoltado se colocaba delante y, con prudentes susurros,
hacia preguntas al ingeniero al cargo del robot. Aquellas que el ingeniero
decidía eran adecuadas para los circuitos del robot, eran transmitidas al Robot
Hablador.
Era bastante aburrido. Podía ser bonito saber que
el cuadrado de catorce es ciento noventa y seis, que la temperatura en este
momento es de 72 grados Fahrenheit y la presión atmosférica de 30,02 pulgadas
de mercurio, que el peso atómico del sodio es 23, pero realmente uno no
necesita un robot para esto. En particular, uno no necesita una masa pesada y
totalmente inmóvil de alambres y bobinas que ocupan más de veinte metros
cuadrados.
Poca gente tenía interés en volver para una segunda
sesión, pero había una niña de unos dieciséis años sentada muy tranquila en un
banco esperando una tercera. Era la única persona en la estancia cuando entró
Gloria.
Gloria no la miró. En aquel momento, para ella,
otro ser humano no era más que una cosa insignificante. Reservó su atención
para aquella enorme cosa con ruedas. Titubeó un instante consternada. No se
parecía a ningún robot que hubiese visto jamás.
Cautelosa e insegura, alzó su trémula voz.
—Por favor, señor Robot, señor, ¿es usted el Robot
Hablador, señor?
No estaba segura, pero le parecía que un robot que
efectivamente hablase merecía mucha cortesía.(Una mirada de intensa
concentración cruzó el fino y sencillo rostro de la adolescente. Sacó un bloc
de notas y empezó a escribir con rápidas manos). Se produjo un bien engrasado
zumbido de mecanismos, y una voz con timbre metálico resonó en unas palabras
carentes de acento y entonación.
—Yo... soy... el... robot... que... habla...
—Gloría se lo quedó mirando tristemente. Podía hablar, pero el sonido parecía
provenir del interior de cualquier parte. No existía un rostro al que hablarle.
Ella dijo:
—Necesito ayuda.
El Robot parlante estaba diseñado para responder
preguntas, pero sólo para aquellas preguntas que pudiera responder. Estaba muy
confiado de su habilidad, y por lo tanto dijo:
—Puedo... ayudarle...
—Gracias, señor Robot, señor. ¿Ha visto a Robbie?
—¿Quién... es... Robbie?
—Es un robot, señor Robot, señor.
Se puso de puntillas.
—Es muy alto, señor Robot, señor, muy alto, y muy
agradable. Verá, tiene una cabeza. Me refiero a que usted no la tiene, pero él
sí, señor Robot, señor.
El Robot parlante había quedado desconcertado.
—¿Un... robot?
—Sí, señor Robot, señor. Un robot como usted,
excepto que no puede hablar, naturalmente y... se parece a una persona
auténtica.
—¿Un... robot... como... yo?
—Sí, señor Robot, señor.
La única respuesta a esto, por parte del Robot
parlante, fue un errático balbuceo y algún sonido incoherente ocasional. La
generalización radical ofrecida, respecto de su existencia, no como un objeto
particular, sino como miembro de un grupo general, resultó demasiado para él.
Lealmente, trató de abarcar el concepto y se quemaron media docena de bobinas.
Empezaron a sonar pequeñas señales de alarma.(En aquel momento, la chica, que
aún no había pasado la adolescencia, se marchó. Tenía ya bastante para su
primer articulo de Física-1, sobre el tema de «Aspectos prácticos de la
Robótica». Este articulo era uno de los primeros que escribiría Susan Calvin
referentes a aquel tema). Gloria había aguardado, con una impaciencia
cuidadosamente reprimida, la respuesta de la máquina, cuando escuchó el grito
detrás de ella de «Allí está», y reconoció aquel grito como perteneciente a su
madre.
—¿Qué estás haciendo aquí, niña mala? —le gritó la
señora Weston, cuya ansiedad se estaba disolviendo al instante en cólera—. ¿No
sabes que has asustado casi a muerte a tu mamá y a tu papá? ¿Por qué te
escapaste?
El ingeniero en robótica también había entrado allí
atropelladamente, mesándose los cabellos y preguntando quién de todas aquellas
personas congregadas había estado estropeando la máquina.
—¿No han visto los letreros? —aulló—. No se les
permite estar aquí sin ir acompañados.
Gloria alzó la voz por encima del jaleo:
—Yo sólo he venido a ver al Robot parlante, mamá.
Creía que podría saber dónde estaba Robbie, porque los dos son Robots.
Y luego, ante el pensamiento de que, de repente,
Robbie estuviese junto a ella, estalló en un repentino acceso de llanto.
—Y tengo que encontrar a Robbie, mamá. Tengo que
encontrarle.
La señora Weston reprimió un grito y dijo:
—Oh, Dios mío. Vamos a casa, George. Esto es más de
lo que puedo soportar.
Aquella tarde, George Weston estuvo fuera durante
varias horas y, a la mañana siguiente, se acercó a su mujer con algo que se
parecía mucho a una pagada complacencia.
—He tenido una idea, Grace.
—¿Acerca de qué? —fue la lúgubre pregunta carente
de todo interés.
—Acerca de Gloria.
—¿No estarás sugiriendo devolverle el robot?
—No, naturalmente que no.
—Entonces, adelante. Estoy dispuesta a escucharte.
Nada de lo que he hecho parece haber servido para nada.
—Muy bien. Esto es lo que he pensado. Debí haberte
escuchado. Todo el problema con Gloria es que cree que Robbie es una persona y
no una máquina. Naturalmente, no puede olvidarlo. Pero si conseguimos
convencerla de que Robbie no era más que una amasijo de acero y de cobre en
forma de láminas y cables provistos de electricidad como su jugo vital, ¿cuánto
tiempo crees que aún lo añorará? Se trata de una especie de ataque psicológico,
si comprendes mi punto de vista.
—¿Y cómo planeas hacerlo?
—Muy fácilmente. ¿Dónde crees que estuve anoche?
Persuadí a Robertson, de «U.S. Robots and Mechanical Men Corporation», para que
prepare una visita completa a sus instalaciones para mañana por la mañana.
Iremos los tres, y cuando hayamos acabado, Gloria estará por completo
convencida de que un robot no es una cosa viva.
Los ojos de la señora Weston se fueron abriendo de
par en par y algo que se parecía mucho a una repentina admiración, brilló en
sus ojos.
—Sí, George, es una buena idea.
Y los botones del chaleco de George Weston se
tensaron.
—No tiene importancia —dijo.
El señor Struthers era un concienzudo director
general y tenía una inclinación natural a la locuacidad. De esta combinación,
resultó por consiguiente todo ampliamente explicado, quizás incluso explicado
en sobremanera, en cada uno de los diferentes pasos. Sin embargo, la señora
Weston no se aburría. De hecho, lo interrumpió varias veces y le rogó que
repitiese sus explicaciones en un lenguaje más simple a fin de que Gloria
pudiese comprenderlas. Bajo la influencia de esta apreciación de sus poderes
narrativos, el señor Struthers se extendió de forma genial y, si ello era
posible, se volvió todavía más comunicativo.
George Weston, por su parte, tuvo un rapto de
impaciencia.
—Discúlpame, Struthers —dijo, interrumpiendo en
medio de un discurso sobre la célula fotoeléctrica—. ¿No tenéis en la fábrica
una sección donde sólo se utilizan robots como mano de obra?
—¿Eh? ¡Oh, si! ¡Sí, claro! —dijo el director
general, y sonrió a la señora Weston—. En cierto sentido un circulo vicioso,
robots que crean otros robots. Por supuesto, no hacemos de ello una práctica
general. Por un motivo, los sindicatos nunca nos lo permitirían. Pero podemos
fabricar unos pocos robots utilizando exclusivamente robots como mano de obra,
sólo como una especie de experimento científico. ¿Sabéis? —y golpeó contra una
palma de la mano sus quevedos como para dar más énfasis a su discurso—. Lo que
los sindicatos obreros no comprenden, y debo decir que yo soy un hombre que
siempre ha simpatizado mucho con el movimiento obrero en general, es que la
implantación de los robots, aunque implique cierta confusión al inicio, será
inevitable...
—Sí, Struthers —interrumpió Weston—, pero con
respecto a esta sección de la fábrica de la que hablas, ¿podemos verla? Estoy
seguro de que sería muy interesante.
—¡Sí! ¡Sí, por supuesto! —El señor Struthers volvió
a ponerse los quevedos con un movimiento convulsivo y dejó escapar una ligera
tos de desconcierto—. Seguidme, por favor.
Estuvo relativamente callado mientras los precedía
a través de un largo pasillo y un tramo de escalera. A continuación, cuando
hubieron entrado en una gran sala bien iluminada que zumbaba de actividad
metálica, se abrieron las compuertas y el flujo de explicación brotó de nuevo.
—¡Ya estáis aquí! —dijo con orgullo en la voz—.
¡Solo robots! Hay cinco supervisores que ni siquiera están en esta habitación.
En cinco años, esto es desde que empezó este proyecto, no se ha producido ni un
solo accidente. Claro que los robots aquí reunidos son relativamente simples,
pero...
En los oídos de Gloria la voz del director general
se había desvanecido hacía rato para convertirse en un murmullo adormecedor.
Toda la excursión le parecía bastante aburrida y sin sentido, aunque había
muchos robots a la vista. Pero ninguno era remotamente como Robbie, y los
examinaba con abierto desprecio.
Se percató de que en aquella habitación no había
ninguna persona. Luego su mirada se fijó en seis o siete robots que trabajaban
acoplados a una mesa redonda situada en el centro de la sala. Era una
habitación grande. No podía estar segura, pero uno de los robots se parecía...
se parecía... ¡Lo era!
—¡Robbie!
Su grito atravesó el aire y uno de los robots de la
mesa titubeó y dejó caer la herramienta que tenía sujeta. Gloria casi
enloqueció por la alegría. Abriéndose paso a lo largo de la barandilla antes de
que ninguno de los padres pudiese detenerla, saltó ágilmente al suelo unos
metros mas abajo, y corrió hacia su Robbie, con los brazos al aire y el pelo
ondeando.
Y los tres horrorizados adultos, mientras
permanecían petrificados en el pasillo, vieron lo que la excitada niña no vio:
un enorme y pesado tractor avanzando ciega y majestuosamente en su marcada
trayectoria.
Weston necesitó un segundo para reaccionar y el
paso de los segundos lo significaba todo porque Gloria no podía ser alcanzada a
tiempo. Si bien Weston saltó sobre la barandilla en un salvaje intento, era
obviamente inútil. El señor Struthers indicó violentamente a los supervisores
que parasen el tractor, pero estos eran sólo humanos e hizo falta tiempo para
actuar.
Sólo Robbie actuó inmediatamente y con precisión.
Con las piernas de metal se tragó el espacio entre
él y su pequeña ama sobre la que se precipitó desde la dirección contraria. A
partir de ahí todo sucedió de golpe. De una brazada Robbie asió a Gloria, sin
aflojar su velocidad ni un ápice y, por consiguiente, dejándola sin respiración.
Weston, sin comprender todo aquello que estaba pasando, presintió, más que vio,
cómo Robbie lo pasaba rozando y se paraba de forma súbita. El tractor cruzó la
trayectoria de Gloria medio segundo después de haberlo hecho Robbie, rodó
todavía tres metros y llevó a cabo una parada rechinante y larga.
Gloria recobró el aliento, soportó una serie de
apasionados abrazos por parte de sus padres y se volvió ilusionada hacia
Robbie. Por lo que a ella respectaba, no había ocurrido nada, salvo que había
encontrado a su amigo.
Pero la expresión de alivio de la señora Weston se
había transformado en oscura sospecha. Se volvió a su marido, y a pesar de su
despeinado e indecoroso aspecto, consiguió una actitud bastante imponente.
—Tú has tramado esto, ¿lo has hecho, verdad?
George Weston se enjugó la acalorada frente con el
pañuelo. Su mano era poco firme y sus labios apenas podían curvarse en una
sonrisa trémula y sumamente débil.
La señora Weston siguió con sus elucubraciones:
—Robbie no fue proyectado para ingeniería o trabajo
de construcción. A ellos no les servía. Lo has puesto aquí deliberadamente para
que Gloria pudiese encontrarlo. Sabes que lo has hecho.
—Bien, lo he hecho —dijo Weston—. Pero, Grace,
¿cómo iba yo a saber que el encuentro sería tan violento? Y Robbie le ha
salvado la vida; tendrás que admitirlo. No puedes alejarlo de nuevo.
Grace Weston lo consideró. Se volvió hacia Gloria y
Robbie y por un momento los vio de forma abstracta. Gloria se había aferrado al
cuello del robot de un modo que habría asfixiado a cualquier criatura que no
fuese de metal, y lo palmeaba desatinadamente con un frenesí medio histérico.
Los brazos de acerocromo de Robbie (capaces de doblar una barra de acero de dos
pulgadas de diámetro hasta convertirla en una galleta) rodeaban a la niña
cariñosa y amorosamente, y sus ojos brillaban con un rojo intenso, intenso.
—Bien —dijo la señora
Weston, por último—. Supongo que puede quedarse con nosotros hasta que se
oxide.
FIN