>> Por esa época, un hombre llamado Yasuda Akira, que había aparecido en todas las revistas debido al éxito que había tenido un nuevo tipo de luces de bicicleta que él había inventado, empezó a venir regularmente a Gion. No era recibido en la Casa de Té Ichiriki, y, probablemente, tampoco hubiera podido pagárselo, pero aparecía tres o cuatro noches a la semana en una pequeña casa de té llamada Tatematsu, en Tominagacho, un distrito de Gion que no estaba lejos de nuestra okiya. Primero lo conocí en un banquete, una noche en la primavera de 1939, cuando yo tenía diecinueve años. Él era mucho más joven que el resto de los hombres a su alrededor, probablemente no pasaba de treinta, de modo que en cuanto entré en la habitación me fije en él. Tenía la misma dignidad del Presidente. Lo encontré muy atractivo, con las mangas de la camisa remangadas y la chaqueta del traje en el suelo detrás de él. Durante un momento me quedé mirando a un hombre de edad que estaba sentado a su lado. Levantó los palillos con un trozo de tofu asado y se los metió en una boca que no podía estar más abierta, lo cual me hizo pensar en una puerta que se abre de par en par para que entre lentamente una tortuga. Por el contrario, casi me desmayo al ver el brazo elegante y musculoso de Yasuda-san llevándose a la boca, sensualmente entreabierta, un trozo de carne.
Hice
la ronda de hombre en hombre y cuando llegué junto a él me presenté, y él me
dijo:
—Espero
que me perdone.—¿Perdonarle qué? —le pregunté.
—He sido un grosero —me contestó—. No he podido quitarle ojo en toda la noche.
Dejándome
llevar de un impulso, eché mano al tarjetero bordado que llevaba debajo del obi
y discretamente saqué una tarjeta y se la di. Las geishas siempre llevan
encima tarjetas de visita, igual que los hombres de negocios. Las mías
eran muy pequeñas, como la mitad del tamaño de una tarjeta de visita
normal, y llevaban caligrafiadas en el pesado papel de arroz del que
estaban hechas sólo dos palabras «Gion» y «Sayuri». Era primavera, de modo que
llevaba unas tarjetas que tenían el fondo decorado con una colorida rama
de ciruelo en flor. Yasuda se la quedó mirando un momento antes de
guardársela en el bolsillo de la camisa. Me daba la sensación de que
ninguna palabra que dijéramos habría sido más elocuente que esta sencilla interacción,
de modo que le hice una reverencia y pasé a hablar con el siguiente. Desde
ese día, Yasuda-san empezó a solicitar mi compañía en la Casa de Té Tatematsu
todas las semanas. Nunca pude ir con la frecuencia con la que él quería.
Pero como unos tres meses después de conocernos, una tarde apareció con
un kimono de regalo. Me sentí muy halagada, aunque, en realidad, no era
una prenda muy sofisticada —estaba tejida en una seda de no muy buena
calidad con unos colores bastante chillones y un vulgar estampado de flores y
mariposas. Quería que me lo pusiera para él alguna vez, y le prometí hacerlo.
Pero cuando volví a la okiya esa noche, Mamita me vio subir con
el paquete y me lo arrebató para ver su contenido. Sonrió
despectivamente al ver el kimono y dijo que no permitiría que me vieran con algo
tan poco atractivo puesto. Y al día siguiente lo vendió.
Cuando
me enteré de lo que había hecho, le dije con la máxima claridad de la que fui capaz
que aquel kimono era un regalo que me habían hecho a mí, no a la okiya, y
que no estaba bien que lo hubiera vendido.
—Ciertamente
era tuyo —me respondió—. Pero tú eres la hija de la okiya. Lo que
pertenece a la okiya te pertenece a ti, pero a la inversa también.
Me
enfadé tanto con Mamita que no podía ni mirarla. En cuanto a Yasuda-san, a
quien le habría gustado verme con el kimono, le dije que debido a los colores y
al estampado de mariposas y flores, sólo me lo podía poner al principio de la
primavera, y como estábamos ya en verano, casi tendría que pasar un año para
que pudiera vérmelo puesto. Esto no pareció molestarle mucho.
—¿Qué
es un año? —dijo, mirándome con sus penetrantes ojos—. Por según que cosas esperaría
mucho más.
Estábamos
solos en el cuarto, y Yasuda-san dejó el vaso de cerveza sobre la mesa de una forma
que me ruborizó. Buscó mi mano, y yo se la di, esperando que la retuviera un
rato entre las suyas antes de soltarla. Pero, para mi sorpresa, se la llevó a
los labios y empezó a besarla apasionadamente en la parte interna de la muñeca,
de una forma que repercutió por todo mi cuerpo, hasta las rodillas. Me tengo
por una mujer obediente; hasta ese momento siempre había hecho lo que me decían
que hiciera Mamita o Mameha o incluso Hatsumono cuando no tenía más remedio;
pero la combinación de enfado con Mamita y deseo de Yasuda-san me llevó a
decidir hacer aquello que Mamita me había ordenado más explícitamente que no hiciera.
Le dije que se reuniera conmigo en esa misma casa de té a medianoche, y lo dejé
allí solo.
Justo
antes de medianoche volví y hablé con una joven camarera. Le prometí una
cantidad indecente de dinero si se encargaba de que nadie nos molestara a
Yasuda-san y a mí, que ocuparíamos durante media hora una de las habitaciones
del piso superior. Ya estaba allí esperando en la oscuridad, cuando la doncella
abrió la puerta y entró Yasuda-san. Tiró el sombrero al tatami y me levantó del
suelo antes incluso de que la puerta hubiera vuelto a cerrarse. Apretar mi
cuerpo contra el suyo me resultó tan satisfactorio como una comida después de
pasar hambre. Cuanto más me apretaba él, más lo apretaba yo. No me sorprendió la
habilidad con la que sus manos se deslizaron por mis ropas, abriéndolas, para
llegar a la piel. No diré que no experimenté en algún momento el mismo tipo de
torpeza que solía experimentar con el general, pero, desde luego, no la noté de
la misma forma. Mis encuentros con el general me recordaban a una vez que,
siendo niña, intenté trepar a un árbol para arrancar cierta hoja de la copa.
Todo era cuestión de moverse con cuidado y de soportar la incomodidad hasta
alcanzar lo que quería. Pero con Yasuda-san me sentía como una niña corriendo
libremente colina abajo. Un momento después, cuando yacíamos exhaustos en el tatami,
le levanté la camisa y le puse la mano en el estómago para sentir su
respiración. Nunca en mi vida había estado tan próxima a otro ser humano,
aunque no habíamos dicho ni una palabra. <<
No hay comentarios:
Publicar un comentario