Ingenio de cola y astucia
callejera tuvo ella para lucir ese nombre, esa chapa de vodevil portuario que
coronaba la pista al ser anunciada por el animador. Al retumbar el mambo número
ocho los clarines, el pestañazo sangrado de los focos, y las palmas aplaudiéndola.
Esas manos cacheteando su poto flaco de hombre tiritando al son de los
tambores.
Quizás se puso Loba Lamar por
el cochambre mojado de su piel oscura, por el luche aceituno de su pellejo
estrujado por los marineros. Pero Loba Lamar también era otra cosa; una lágrima
de lamé negro, un rescoldo pisoteado del África travesti, un brillo opaco entre
las luces del puerto, cuando volviendo sobre sus pasos a la pieza de mala
muerte tropezaba en las escaleras rodando por los peldaños, entre carcajadas
ebrias y un penetrante olor azuceno. Era difícil mantenerse en pie a esa hora,
después de haberse mambeado la noche con esos tacoajugas imprescindibles.
Después de aguantar el mareo del sida, nublándola, confundiendo el cielo con él
mar, que a ratos salpicaba las olas con un vértigo de estrellas. Entones, la
Loba creía que todo había terminado así de rápido, así sin dolor, así de pronto
la muerte sidada era un paso en falso en medio de la pista, un caminito de
chispas sobre el mar Caribe un pasaje al otro mundo. Una luna en el agua,
arrastrada por el vaivén tropical y sin retorno de la epidemia. Pero siempre el
despertar la encontraba donde mismo, saltando de lucero en lucero, y el paso en
falso no era la muerte, más bien, un pálido regreso a su indigencia de loca sin
gloria.
La Loba nunca entendió bien lo
que era ser portadora, por suerte, si no, el sida se la hubiese llevado más
rápido, por un tobogán depresivo. La Lobita no tenía cabeza para relacionar el
drama de la enfermedad con el positivo del examen. Ella creía que todo estaba
bien, no había cómo convencerla de que ese visto bueno era un desahucio. Y
aunque giraba y giraba el papel médico entre los dedos, no le entraba en la
cabeza ese ejercicio matemático de invertir el más por el menos. Su cabecita de
pájara nunca dejó entrar la aritmética, jamás se ordenó en cuadritos de sumas y
restas. Ella siempre fue una loca porra, negada para el estudio y para entender
problemas de conjunto en el colegio. Que el más menos da negativo, o el menos
más da positivo, a la chucha los números, a la cresta la vida. Y si estoy
premiada, este papel no me va a convencer, decía.
A la Lobíta nunca la vimos
triste, pero igual una nube turbia le entró en el mate. Por eso guardó el
examen y respiró hondo hasta consumir el aire viciado de la pieza. Se tragó de
un suspiró todo el mal olor hasta alterar la gravedad de la noticia. Después
fue hasta la ventana y la abrió sobre el óxido de los techos marinos. Tomó uno
de sus mechones desvaídos de color por la tintura barata y lo arrancó con un
sonido de papel rasgado. Lo miró relampaguear cobrizo por un rayo de sol que
pegaba en el vidrio, y lo dejó ir, flotando en el aire de plumas que
amortiguaba la tarde.
La lobita nunca se dejó
estropear por el demacre de la plaga, entre más amarillenta, más colorete,
entre más ojeras, más tornasol de ojos. Nunca se dejó estar, ni siquiera los
últimos meses, que era un hilo de cuerpo, los cachetes pegados al hueso, el
cráneo brillante con una leve pelusa. Y ahí la veíamos torneada por el sol
«aunque es invierno en mi corazón», repetía incansable en su show de doblete,
cuando la fatiga no le permitía el baile.
Para nosotras, las locas que
compartíamos la pieza, la Loba tenía pacto con Satanás. ¿Cómo va a durar tanto?
¿Cómo se ve bonita a pesar que se deshoja de costras? ¿Cómo, cómo y cómo? Sin
AZT, a puro pulso la linda, a puro ánimo la cola resiste tanto. Era el sol, el
buen tiempo, el calor. Por qué aguantó como una guinda todo el verano, todo el
otoño que fue tibiecito, y al llegar el invierno, al llover la salmuera
entumida de la garúa porteña, recién dio síntomas de despedida. Cayó al catre de
una vez y para siempre. Y ahí empezó el calvario.
La Lobita, después del examen,
nunca quiso que la lleváramos al doctor. Son parientes de los sepultureros,
decía. Tampoco soportaba esos centros de ayuda a los enfermos. Parecen campos
de concentración para leprosos Como en la película Ben-Hur, la única que había
visto en su vida. Y recordaba clarita la parte cuando el joven va buscar a su
madre y hermana al leprosario. Y ellas se esconden, no dejan que el joven las
vea así, despellejada cayéndosele la carne a pedazos. Porque ellas habían sic
preciosas, regias, tan lindas, tan lindas, pero nunca tan como Loba Lamar,
deliraba la loca noches enteras contando la misma película. Ardiendo en fiebre,
se juraba en galera romana junto a Ben-Hur. Y nos hacía remar a todas
encaramadas en el catre que amenazaba hundirse, cuando las olas calientes de la
temperatura la hacían gritar: ¡Atención rameras del remo! ¡Adelante maracas del
mambo!
Teníamos que turnarnos para
cuidarla, para poto como a una guagua. Éramos sus nanas, sus enfermeras sus
cocineras, la tropa de esclavas que la linda mandoneaba con sus aires de
Cleopatra. Tuvimos tanta paciencia con la Loba, que contábamos hasta veinte,
veinte veces para no apretarle el cogote. Para que se callara y nos dejara
dormir un poquito. Al menos una hora, en todas esas insomnes noches que duró su
larga agonía. Su demencial estado de reina moribunda que no quería estirar la
pata, que se le ocurría cada cosa, cada excéntrico antojo. A medianoche, en
pleno invierno, lloviendo, quería comer duraznos frescos. Y partíamos las
tontas juntando las chauchas, a todo aguacero, mojadas como diucas por las
calles desiertas, preguntando, despertando a todos los almaceneros del puerto,
subiendo y bajando cerros hasta encontrar un tarro de la fruta. Y cuando
llegábamos, estilando como perras, la Loba nos tiraba el tarro por la cabeza
porque ya se le había pasado ese deseo. Ahora quería helado de naranjas. ¿De
naranjas? ¿No puede ser de otra cosa niña? En Chile no se hacen helados de
naranjas, Lobita entiende. Pero ella insistía en que tenía que ser de naranjas,
amenazando con morirse ahí mismo si no le llegaba el perfume agridulce de esa
fruta en primavera. Y en pleno junio, las locas escarchadas de frío, volvían a
salir a la intemperie hasta conseguirle el helado donde un argentino malas
pulgas, que después de llorarle el tango de la mamacita agónica, accedía a
venderles un barquillo. Y ni aun así la Lobita podía dormir, ahora pensando en
la carne rosada del melón veraniego. ¡Ay! suspiraba la marica por el dulzor
calameño, como si temiera no llegar viva a enero. Como si no quisiera irse con
ese deseo frustrado que le secaba la boca. Porque en el infierno no debe haber
duraznos, ni naranjas, ni melones. Y tanto calor debe dar una sed.
¡Ay!, esclavas de Egipto,
tráiganme melones, uvas y papayas, deliraba la pobrecita despertando a toda la
casa de pensión con sus gritos de embarazada real. Como si la enfermedad en su
holocausto se hubiera convertido en preñez de luto, invirtiendo muerte por
vida, agonía por gestación. El sida, para la Loba trastornada, se habla
transformado en promesa de vida, imaginándose portadora de un bebé incubado en
su ano por el semen fatal de ese amor perdido. Ese príncipe de Judea llamado
Ben-Hur, que le había plantado la fruta una noche de galera romana, y después,
al alba, se habla marchado dejándola preñada de naufragio.
Así, noche tras noche la olamos
llamarlo, y tratábamos de complacerla en sus antojos de Loba parturienta.
Porque después le dio por preparar el ajuar del príncipe que iba a dar a luz.
Nos puso a todas a tejer chales y gorritos y chalequitos y botines para su
nene. Nos hacía cantarle canciones de cuna y mecerla, abanicándola con plumas,
como si en verdad fuéramos esclavas de Nefertiti en gestación. En algún minuto,
agotadas de cansancio, nos lograba meter su película convenciéndonos tanto, que
todas llegamos a creer que se producirla el alumbramiento. Por eso las locas
atinaban a levantarse a todo frío, estornudando, escuchándole sus fantasías de
siquiátrico, sus últimos devaneos, su vocecita estrangulada por la tos, cada
vez más apagada, pero siempre dando alaridos de órdenes. Todavía altanera,
abría la boca como un hipopótamo del Nilo y se quedaba muda con su mandato
faraónico de par en par. Y nosotras allí sentadas esperando, tapando los
espejos para que la Loba no regresara a buscar su imagen. Rogando, pidiendo,
suplicando que llegara pronto el avión de ninguna parte. Enjugándole el sudor,
rezando avemarías y rosarios colas como música de fondo. Todas allí, más
pálidas y temblorosas que la misma Lobita, esperando el minuto, el segundo que
partiera la loca y se acabara el suplicio. Toda la santa noche mirándole su
cara que en realidad se puso hermosa. Como una azucena negra la piel de seda
relampagueó en ese abismo. Como un cisne de oscuro nácar su cuello drapeado se
dobló como una cinta. Entonces, por la ventana abierta entró un chiflón como
témpano de tumba. La Loba quiso decir algo, llamar a alguien, modular un
aullido en el gesto tenso de sus labios. Abrió los ojos desorbitados, tratando
de llevarse esa fotopostal del mundo. Todas la vimos aletear con desespero para
no ser tragada por la sombra. Todas sentimos ese hielo que nos dejó tiesas sin
poder hacer nada, sin poder dejar de mirar a la Lobita que quedó dura, con las
fauces tan abiertas sin poder sacar el grito. Nos quedamos como tontas asomadas
al zaguán de su boca, tan abierta como un abismo, tan abierta como un pozo
negro donde apenas asomaba su lengua parlotera. Su boca sin fondo, su boca
paralizada en la «a» gigante de esa ópera silenciosa. Su bella boca
descerrajada como un túnel, como una alcantarilla que se había llevado a la
Lobita en las aguas cochinas de ese remolino siniestro. Y entonces recién
reaccionamos, recién corrimos al borde de esa zanja gritándole para adentro: No
te mueras Lobita linda. No nos dejes preciosa.. Sollozábamos asomadas a su
garganta, metiendo las manos en esa oscuridad para agarrarla del pelo en su
caída. Todas juntas haciendo fuerzas para alcanzarla, para tirarla de regreso a
la vida. Tomándole las manos, friccionándole los pies, zamarreándola,
abrazándola, cubriéndola de besos los colas lloraban, los colas se reían
neuróticos, los colas traían agua, empujándose, sin saber qué hacer, ni cómo
atender a esa visita tan inoportuna de la señora muerte.
Y en ese río de llantos vimos
partir a nuestra amiga, en el avión del sida que se la llevó al cielo
boquiabierta. No puede irse así la pobrecita, dijeron las locas ya más
tranquilas. No puede quedar con ese hocico de rana hambrienta, ella tan divina,
tan preocupada del gesto y de la pose. Loba Lamar debe permanecer en el
recuerdo diva por siempre. Hay que hacer algo rápido. Traigan un pañuelo para
cerrarle la boca antes que se agarrote. Un pañuelo bien grande que alcance para
subirle el mentón y amarrarlo en la cabeza. Amarillo no tonta porque es
desprecio. A lunares tampoco porque parece mosca pop, y la Lobita nunca se lo
hubiera puesto. Verde menos porque odiaba a los pacos. Celeste jamás, es de
guagua prematura. A ver ese de gasa azulina con hilos dorados, ese mismo que
estai escondiendo, maricón cagao con tu amiga muerta. Éste sí le queda regio y
alcanza a sujetarle las mandíbulas antes que se ponga tiesa. Anudado en la
frente por favor no, que esas puntas se ven como orejas de conejo y parece Bugs
Bunny la pobrecita. Tampoco le dejen la rosa en el cuello, como si fuera una
campesina rusa o como Heidi. Más bien al costado, cerca de la oreja, como lo
usaba la Lola Flores, la Faraona, que a ella le gustaba tanto. Bien apretado el
nudo, aunque le cruja la jeta, para dejársela bien cerrada por lo menos una
hora, hasta que cuaje y se endurezca. Pero al cabo de una hora, mientras las
locas bañaban el cadáver con leche y almidones de reina babilónica. Mientras
embetunaban el cuerpo con cera depilatoria hirviendo para dejarlo tan lampiño
como teta de monja. Al tiempo que una le hacía la manicure pegándole caracoles
y conchitas moluscas como uñas postizas, otra le aserruchaba los juanetes y
callos, descamándole el piñén calcáreo de las patas. Porque usted mijita era
como Cristo, que caminaba sobre el mar sin tocar el agua. Usted pochocha no era
tan negra, era floja la cochinilla que le hacía asco al jabón y sólo sabía
pintarse y se perfumaba encima de la mugre, decían las locas escobillando con
cloro a la Lobita, que se fue poniendo rígida a medida que le depilaban las
cejas y le encrespaban las pestañas con una cuchara caliente. Entonces, le
sacaron la amarra de la cara para maquillarla, y felices se dieron cuenta que
la presión del pañuelo en la barbilla le había cerrado la boca tan hermética
como una cripta. Pero al tensarse el músculo facial, los labios apretados de la
Loba comenzaron a dibujar la macabra risa post mortem. Ay no, gritó una de las
locas, mi amiga no puede quedar así, con esa mueca de vampiro. Hay que hacer
algo. Traigan toallas calientes para ablandarla. Casi hirviendo, total la
pobrecita ya no siente. Pero al calor de los trapos el nervio maxilar se
encrespó como un resorte y los labios de la Loba se entreabrieron en una carcajada
siniestra. Parece que lo hace a propósito la chistosa, refunfuñó la Tora, una
loca maciza que había sido luchador en su juventud. Déjenmela a mí. Y todas nos
quedamos mudas porque cuando la Tora se enojaba era cosa seria. Sólo atinamos a
sugerirle que lo hiciera con cariño. Fíjate niña que la Lobita es tan
enclenque. No se preocupen, dijo la Tora bufando, a mí no me la va a ganar.
Entonces la vimos desaparecer y volvió enfundada en su traje de lucha libre,
con la capa escarlata y la máscara de diablo que le había valido el título de
«Luzbel, la llama invencible». Luego la Tora dio unos cuantos saltos, hizo un
par de tiburones y nos pidió que la aplaudiéramos. Y en medio de esa algarabía
de plaza andaluza, la Tora se puso seria, cortó los gritos con un shit de
silencio para concentrarse. No volaba una mosca cuando se arrodilló a los pies
de la cama y se persignó ritualmente como lo hacía antes de iniciar el combate.
Y de un brinco se encaramó sobre el cadáver agarrándolo a charchazos. Paf, paf,
sonaban los bofetones de la Tora hasta dejarle la cara como puré de papas.
Entonces, levantó su manaza, y con el pulgar y el índice le apretó fuerte los
cachetes a la Loba hasta ponerle la boquita como un rosón silbando. Chúpese de
muelas mijita, chúpese de muelas como la Marilyn Monroe le decía, dejándola con
ese gesto por mucho rato.
Casi una hora le tuvo los
pómulos apretados con esa tenaza. Hasta que la carne volvió a tomar su fúnebre
rigidez. Sólo entonces la soltó, y todas pudimos ver el maravilloso resultado de
esa artesanía necrófila. Nos quedamos con el corazón en la mano, todas
emocionadas mirando a la Loba con su trompita chupona tirándonos un beso. Habrá
que taparle los moretones, dijo alguna sacando su polvera Angel Face. ¿Y para
qué? Si el rosa pálido combina bien con el lila cerezo.
1 comentario:
Que puedo decir un relato agridulce, hermoso y conmovedor. Al menos la Loba se fue con un beso, hermosa como era y acompañada.
Publicar un comentario