He
aquí un fragmento de la novela existencialista (más bien, dio pie al
movimiento) “EL EXTRANJERO” de Albert Camus (libro 43 leído en el año), autor
francés que vivió en la época de las guerras mundiales por lo que su obra está
sumergida en ese sentimiento de desconcierto ante la vida, pero un desconcierto
no angustiante sino más bien vacío, en el caso del protagonista Meursaulh,
indiferente, la vida entera le es indiferente, sin creer en dios y mucho menos
en los valores, su vida pasa vacía a través de él, como si todo le diera lo
mismo y nada le conmoviera.
Tras
matar a un hombre sin tener claro el por qué, más que por el sol abrasador de
ese día y por tener una pistola en la mano, Meursaulh es condenado a muerte, decisión
a la que llegó el juzgado al tratar a Meursaulh de un hombre frío que no se conmovió
siquiera por la muerte de su madre. Dejamos al lector que saque sus propias
conclusiones, en lo personal, él simplemente vivió de una forma tan vacía, tan
neutral de su vida más que indiferente, que no podía ser comprendido, o quizás
los demás tenían razón, y la naturaleza a la que llegó Meursaulh, esa
neutralidad, era la indiferencia de la vida, llegando a ser extranjero de ella misma,
de la vida y de todo… (es así?)
A
continuación, lo que le dice el protagonista al cura cuando éste último trata
de persuadirlo para que se confiese antes de morir:
“Entonces, no sé por qué, algo se
rompió dentro de mí. Me puse a gritar a voz en cuello y le insulté y le dije
que no rogara y que más le valía arder que desaparecer. Le había tomado por el
cuello de la sotana. Vaciaba sobre él todo el fondo de mi corazón con impulsos
en que se mezclaban el gozo y la cólera. Parecía estar tan seguro, ¿no es
cierto? Sin embargo, ninguna de sus certezas valía lo que un cabello de mujer.
Ni siquiera estaba seguro de estar vivo, puesto que vivía como un muerto. Me
parecía tener las manos vacías. Pero estaba seguro de mí, seguro de todo, más
seguro que él, seguro de mi vida y de esta muerte que iba a llegar. Sí, no
tenía más que esto. Pero, por lo menos, poseía esta verdad, tanto como ella me poseía
a mí. Yo había tenido razón, tenía todavía razón, tenía siempre razón. Había
vivido de tal manera y hubiera podido vivir de tal otra. Había hecho esto y no
había hecho aquello. No había hecho tal cosa en tanto que había hecho esta
otra. ¿Y después? Era como si durante toda la vida hubiese esperado este
minuto... y esta brevísima alba en la que quedaría justificado. Nada, nada
tenía importancia, y yo sabía bien por qué. También él sabía por qué. Desde lo
hondo de mi porvenir, durante toda esta vida absurda que había llevado, subía
hacia mí un soplo oscuro a través de los años que aún no habían llegado, y este
soplo igualaba a su paso todo lo que me proponían entonces, en los años no más
reales que los que estaba viviendo. ¡Qué me importaban la muerte de los otros,
el amor de una madre! ¡Qué me importaban su Dios, las vidas que uno elige, los
destinos que uno escoge, desde que un único destino debía de escogerme a mí y
conmigo a millares de privilegiados que, como él, se decían hermanos míos!
¿Comprendía, comprendía pues? Todo el mundo era privilegiado. No había más que
privilegiados. También a los otros los condenarían un día. También a él lo
condenarían. ¿Qué importaba si acusado de una muerte lo ejecutaban por no haber
llorado en el entierro de su madre? El perro de Salamano valía tanto como su
mujer. La mujercita autómata era tan culpable como la parisiense que se había
casado con Masson, o como María, que había deseado casarse conmigo. ¿Qué
importaba que Raimundo fuese compañero mío tanto como Celeste, que valía más
que él? ¿Qué importaba que María diese hoy su boca a un nuevo Meursault?
Comprendía, pues, este condenado, que desde lo hondo de mi porvenir... Me
ahogaba gritando todo esto. Pero ya me quitaban al capellán de entre las manos
y los guardianes me amenazaban. Sin embargo, él los calmó y me miró en
silencio. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Se volvió y desapareció.”
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